Nunca he estado integrado en el ámbito cofrade. Mis
recuerdos me retrotraen a la infancia, callejeando los itinerarios de las
veteranas cofradías isleñas: “Estudiantes”, “los Olivos”, “la Columna y
Medinaceli”, “la Caridad”, “el Silencio”…, desde “el Cristo” hasta “San
Francisco”, “la Pastora”, la “Iglesia Mayor”…
Aquellas imágenes de largas filas de nazarenos que
preceden a los “pasos” permanecen grabadas en la memoria con olor a incienso,
colorido de túnicas y estandartes y acordes musicales de marchas procesionales.
Todo como si no hubieran transcurrido seis décadas.
Junto a la evocación de lo percibido a través de los
sentidos, también ocupan un espacio reservado los sentimientos religiosos que
la educación recibida y la atmósfera envolvente alentaban.
Hace muchos años que no había vuelto a realizar los
recorridos de la infancia. Algún resorte interior me ha impulsado en esta
ocasión a contemplar una salida procesional.
Había de antiguo cierta reticencia por mi parte hacia
esta expresión religiosa popular. Mi análisis se quedaba en lo más superficial
del acontecimiento, incluso prejuzgando actitudes y sentimientos personales,
sin alcanzar elementos más objetivos y profundos que descubrieran la
autenticidad de la experiencia religiosa de los integrantes de las hermandades.
A este distanciamiento, tal vez, contribuyera lo que
públicamente se ha criticado, a veces desde el mismo mundo cofrade, aludiendo a
“actitudes poco respetuosas del público hacia las cofradías” (“Diario de
Cádiz”, jueves, 28 de marzo de 2013).
He leído en la prensa escrita y escuchado durante los
días pasados en los medios televisivos, opiniones divergentes sobre esta
manifestación de religiosidad popular. En algún caso se ha llegado incluso a la
caricatura despreciativa e hiriente, sin medir adecuadamente el alcance de las
opiniones vertidas, que parecen buscar el aplauso fácil de una audiencia
predispuesta.
En mi caso los años han ido flexibilizando actitudes
rígidas y dogmáticas, a medida que he ido saliendo de mi mismo, acercándome al
otro en disposición receptiva e integradora.
La experiencia de fe no es unívoca y en lo recóndito
de cada creyente está la clave que certifica la autenticidad de su creencia y
conducta, asumiendo como básica referencia el evangelio de Jesús.
Admiro y quedo anonadado personalmente ante la firme
convicción religiosa expresada en la manifestación de fe del grupo de gente
sencilla que procesiona tras los “pasos”.
Es posible que haya que depurar algunos elementos que
contrastan con la sencillez evangélica y potenciar, en el intervalo anual,
otras actividades de orden formativo y catequético. En ello están comprometidos, año tras años, las
juntas directivas de las hermandades.
Pero hoy prefiero destacar, en estas reflexiones, el
testimonio de fe, que sin alardes de ningún tipo, he recibido del pueblo llano.
También estas vivencias transmitidas con la sola presencia es una catequesis
para quienes con mirada limpia y transparente, con ojos de fe, nos hemos
acercado a contemplar los desfiles procesionales.
Salvador Egea Solórzano