Con ocasión del
“Día de los difuntos”, 2 de noviembre, algunos medios de comunicación se
hicieron eco de la información que estimaba entre 2.500 € y 3000 € el coste de
un entierro con un servicio funerario estándar. Hacienda grava estos servicios
con el tipo impositivo del 21 %, como si morir fuera un artículo de lujo. El
dato me llamó la atención.
Muchas familias
españolas, continuaba el reportaje, tienen suscrita póliza de seguro de deceso
con alguna de las tres grandes empresas del ramo que se reparten el mercado, al
objeto de evitar así una inquietud más en momentos tan dolorosos.
Al hilo de la
noticia mi reflexión derivó hacia la gran preocupación que nos embarga por
tener “seguridades” en nuestra vida.
Y así, desde el
seguro obligatorio del automóvil, pasando por el seguro de la vivienda, seguro
médico, el citado seguro de deceso, seguro de vida…, las compañías abren un
amplio abanico de ofertas para satisfacer cualquier demanda del cliente.
Recientemente he
vuelto a vivir la experiencia de abuelo con un segundo nieto. Es enternecedor
observar cómo el bebé recién nacido encuentra en el regazo materno y en los
brazos acogedores del padre la cálida seguridad que pareció haber perdido en el
primer llanto después del parto.
Puede afirmarse,
sin margen de error, que desde que abrimos los ojos a la luz de la vida vamos
buscando instintivamente “seguridades”.
En mi dilatada
trayectoria profesional he sido testigo reiteradamente del desasosiego
manifestado por el párvulo de tres años cuando, alejado de la seguridad
materna, se pierde en el mundo desconocido de la escuela.
El adolescente
navega en un mar de inseguridades en búsqueda permanente de tierra firme en que
asentar sus dudas, desequilibrios e inestabilidades.
En la madurez,
conscientes de los riesgos que nos asedian, nos afanamos por tener previsto lo
imprevisible, atada y bien atada cualquier contingencia que pueda
desestabilizarnos. Aún así ¡tantas incidencias escapan a nuestro control…!
Algunos de
nosotros vivimos la llamada “tercera edad” frecuentando los controles médicos,
ingiriendo fármacos que regulen nuestras
constantes vitales. No es sino una póstuma búsqueda de seguridad vital.
Parece que nuestra
vida se refleja metafóricamente como náufrago en persecución de la tabla de
salvación.
Tan asumidas
tenemos estas vivencias que no nos resulta extraño extrapolarlas al límite del
más allá. Y este es el núcleo de mi reflexión.
¿Podremos asegurar
también la “vida eterna”? ¿Necesitamos una cuota mensual, semanal…, tal vez
diaria, de buenas acciones, oraciones, donativos… que incrementen el depósito a
plazo fijo con el que reivindicar, llegado el momento, nuestro derecho al
cielo?
¡Qué mercadeo tan
ajeno al espíritu evangélico! ¿Es este el precio de la gracia? (Dietrich
Bonhoeffer, “El precio de la gracia”). ¿El cielo también se compra?
La mentalidad y
actitud mercantilistas, tan arraigadas en nuestro “modus vivendi” cotidiano, no
se corresponden con la palabra y vida de Jesús de Nazaret.
“Dios hace salir
su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos” (Mt 5, 45).
El trabajador llamado por el dueño de la viña a última hora recibió el mismo
denario que el que soportó íntegra la jornada (Mt 20, 1-16). “Siervos inútiles
somos; hemos hecho lo que debíamos hacer” (Lc 17, 10). Publicanos y prostitutas
nos precederán en el Reino de los Cielos (Mt 21, 31).
¡Son tantas las
referencias evangélicas en las que el amor del Padre y la consiguiente
participación en el Reino se manifiestan como don gratuito…! El hijo pródigo
enmudeció su discurso entre los brazos expectantes y afectuosos del padre (Lc
15, 11-32).
Pablo ha
experimentado en sí mismo la gratuidad del amor misericordioso de Dios y, de
este modo, elabora su teología de la justificación.
“No hay distinción
(…) todos pecaron (…) y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante
la redención realizada en Cristo Jesús” (Rom 3, 22-25). “El hombre no es
justificado por las obras de la ley, sino por la fe en Jesucristo” (Gal 2, 16).
¡Todo es gracia!
Nuestro mercantilismo, nuestras previsiones de seguridad y de conquista del
Reino, encallan ante palabras tan categóricas y elocuentes: “Dios, rico en
misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por
los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo – estáis salvados por pura
gracia-; (…) En efecto, por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y esto no
viene de vosotros: es don de Dios” (Ef 2, 4-9).
Respecto al Reino
nuestra única compañía aseguradora es el amor infinito del Padre. No hay entidad
bancaria, ni gestora de fondos de inversión mobiliarios en las que podamos ir
depositando la plusvalía de nuestro caminar en la fe y nuestra solidaridad y
servicio al hermano.
Salvador Egea
Solórzano