¡Ya era hora! Últimamente
mis hijos aguardan, ignoro si con ansiada expectación o cierta dosis de
frivolidad cariñosa, mi comentario sobre cualquier evento familiar. El inicio
del otoño ha sido prolijo en este tipo de acontecimientos. Uno de ellos, la
boda de mi hija Irene y Manuel.
Yo me voy a
permitir también una cuota de ligereza en esta glosa dejando a la sabia
interpretación del lector el significado de la exclamación con que encabezo el
artículo. ¿Ya era hora que escribiera el comentario o que mi hija pasase por la
vicaría?
Doy algunas
pistas. Manuel y mi hija contrajeron matrimonio canónico el pasado 19 de
octubre en la parroquia de “El Buen
Pastor” de San Fernando. Ha transcurrido un mes desde tan feliz y emotiva
celebración presidida por mi hijo Paco, recién ordenado presbítero.
Ni mi bolígrafo se
había quedado sin tinta, ni el ordenador había sido infectado por algún virus
pernicioso que afectara a su sistema operativo. Mi blog (http://salvadoregea.blogspot.com.es/)
siguió activo, admitiendo entradas.
¡Qué de tiempo he tardado en decidirme a escribir sobre
la boda de Irene y Manuel! ¡Ya era hora!
Por otra parte, Irene y Manuel llevan conviviendo
alrededor de un lustro. Han sido pioneros en hacerme abuelo. Mi adorada nieta
Lola cumplirá muy pronto tres años. Próximamente ambos pondrán nuevamente en
mis brazos el fruto de su entrega y cariño recíprocos: mi nieta Candela.
Tengo que dejar bien claro en este momento que desde
que Irene y Manuel confirmaron mutuamente su propósito de proyecto común de
vida, a partir de entonces, constituyeron tanto para mi mujer como para mi, un
matrimonio en el que Dios ha estado presente. Esto no fue un simple e ingenuo
anhelo, sino una realidad consumada.
Manuel comenzó a formar parte de nuestra familia. Yerno
es el término del que la R.A .E.
se sirve en su diccionario para definir la relación, aunque nosotros apreciamos
más, en estos casos, los tan significativos y expresivos hijo e hija.
Pues bien, el enlace matrimonial ha tardado cinco
años en ratificarse. ¡Ya era hora!
Como padrino viví intensamente la celebración
religiosa, consciente de la importante función de testigo privilegiado del
sacramento que unía indisolublemente a los contrayentes ante Dios y la Iglesia. Unión de la que mi
nieta Lola era ya presencia viva y gratificante.
Mi nieta, muy despierta, suele afirmar que ella también
se casó el 19 de octubre. Tal vez sea porque, en algún instante, se sintió
protagonista portando las alianzas y las arras…, o quizás porque, como su
madre, se recreó vestida de “princesa”.
En una celebración tan familiar, en el pleno sentido
de la palabra, pues, como quedó escrito, estuvo presidida por el hermano de la
novia, hay momentos reservados para la oración espontánea y la expresión libre de
sentimientos.
Transcribo dos párrafos del sentido y emotivo texto que
Irene leyó al final de la celebración.
El primero termina con una lacónica respuesta de
Manuel que especialmente me cautivó y que yo hubiera suscrito en mi juventud en
circunstancia análoga. También en algún momento de la relación previa al
matrimonio se me sugirió que aparcáramos durante cierto tiempo nuestro
proyecto. Mi suegra se encontraba en situación de extrema dependencia y mi
mujer consideraba que no era oportuno seguir adelante.
He aquí el párrafo,
leído por Irene: “Aquel verano que
comenzamos, yo tenía un lío muy grande en mi interior. El iba y venía y me rondaba
como envuelve el aire de Sevilla, cálido y más tranquilo. Yo que por aquel
entonces ya me encontraba agustísimo con él, le respondí un día como el viento
de levante gaditano:
- Vamos a cortar aquí. Que sepas que yo estoy muy “liá”,
y que esto a lo mejor sólo dura dos días.
Él me contestó
muy tranquilo:
- Quiero esos dos días.”
Confieso que escuchar,
por primera vez, la reacción de Manuel me impactó y emocionó, pues no pudo
condensar más brevemente los sentimientos de cariño y entrega absoluta hacia mi
hija. Lo viene confirmando tantas veces y de mil formas diferentes, pasados
esos dos días…
Luego, como narra mi
hija, vino lo del infarto. Pero eso ya es continuación de la historia que dejo
en sus manos, aún a riesgo de alargar estas líneas.
“Al poco, mi padre se puso muy malito. Varias anginas de pecho una detrás de otra que terminaron con tres by-pass en el Puerta del Mar. Mi padre, siempre que se pone malo, malo de verdad, lo hace en Navidades (esta era la tercera ocasión). Yo estaba muy triste, preocupada, nerviosa... ¿Os acordáis aquel invierno en que se desbordó el Guadalete de
lo que llovía y
llovía? Pues Manolo se hacía casi a diario Sevilla-Cádiz, Cádiz-Sevilla y
trabajando al día siguiente sólo por acompañarme.
Llegó el día de la operación de mi padre. Entrando a
quirófano, otra angina de pecho. No es lo que los cirujanos desean. Está la
cosa chunga. Por fin termina la operación. Ha salido bien. Yo cruzo la Avenida y corro a la
playa. No quería que mi madre me viera llorar. Manolo me persigue (como
siempre, esta vez por detrás) y yo me echo a llorar en sus brazos y entonces me
pongo a hablar como un "sacamuelas" que es lo que hago cuando estoy
muy nerviosa. "Y esto y lo otro... y ahora vienen la Navidades... y yo sé
lo importante que es para ti tu familia... y que Mónica esté acompañada en
estas fechas...Y tu ahora vete... que allí también haces falta y bla bla
bla"
Él me cogió la mano, me la apretó fuerte y me dijo:
"Irene, no te hagas más líos. Yo estaré donde tenga que estar... Y donde
tengo que estar es contigo".
Y así seguimos, juntos, cogidos de la mano. Con la
certeza de que siempre va a ser así”.
Mi reseña o
comentario debería terminar aquí. Quedarnos con el lento rumiar las palabras de
mi hija. ¡Es tanto lo que expresan también entre líneas…!
“La certeza de que siempre va a ser así” es la
disposición firme a no poner límites de ningún tipo, conscientes de que caminar
juntos, “cogidos de la mano” es la única forma de superar dificultades y
desencuentros.
Yo también tengo “la certeza” que día a día, Irene y
Manuel, sabréis vivir y transmitir a mis
nietas todo aquello con lo que “juntos”,
mi mujer y yo, hemos intentando colmar nuestras vidas.
Salvador
Egea Solórzano