Días tras días los recuerdos se agolpan, las imágenes se suceden como
secuencias de una película. No existe distancia entre Mérida y La Isla. Los
afectos no entienden de kilometraje. Hace unos días nos has dejado. Esperábamos
el desenlace de la enfermedad que ha precipitado tu deterioro físico y
fallecimiento. ¡Pero nunca es el momento! ¡Sólo eran setenta años cumplidos el
pasado diciembre!, me atrevo a decir hoy cuando yo me aproximo al borde de la
fatídica década. Has dejado un vacío que no imaginaba fuera tan denso.
No
frecuentábamos los encuentros. Tampoco manteníamos una asidua relación
telefónica. En todo caso, tú solías tomar la iniciativa. Echaré de menos en la “Bandeja de entrada” los regulares
correos con los que mantenías persistente tu presencia.
Ignoro
por qué son precisamente los recuerdos tan lejanos de la infancia los que
afloran con más obstinación a la vanguardia de mi memoria, como si quisieran
desplazar tercamente a los más recientes.
Los
itinerarios personales fraguaron muy temprano nuestro distanciamiento físico.
Quizás ahí radique precisamente el motivo por el que mi evocación se dirija con
insistencia a aquellos años infantiles.
Extremeño
de adopción, nunca olvidaste tus raíces “cañaillas”.
Residiendo yo en La Isla, eras tú, sin embargo, quien me remitías con
frecuencia archivos pps sobre eventos y geografía gaditanos. Al abrirlos hoy
recordaré siempre tu presencia.
Dejaste
expresamente confirmada tu voluntad de ser incinerado y que tus restos se
dispersaran entre las marismas y caños de la Bahía. Así se ha hecho y tu testamento
se ha cumplido estrictamente el pasado sábado 28 de julio.
No
quiero que estas líneas las interpretes como un panegírico póstumo, pues el
recuerdo es el único lugar en donde nunca ha de morir una persona querida.
Tú
sigues vivo y tu presencia nos reconforta hasta la llegada del reencuentro
definitivo.
¡Descansa
en paz!
Salvador Egea Solórzano