Era como
adentrarse en el sepulcro vacío: oscuridad, noche, soledad…
Así iba buscando
la experiencia, la cercanía, la tangibilidad de Dios. ¡Qué equivocado estaba!
¡Que desorientado! ¡Cómo se perdían mis pasos!
A veces corría
como un joven persiguiendo la ilusión, la esperanza. Otras, cargado con el
fardo de tantas “negaciones”, mis pasos eran lentos; mas siempre, siempre, allí
descubría sólo los lienzos, bien dispuestos, sí, pero a El no lo encontraba…
¿Cómo iba a
descubrirlo si es El quien sale a mi encuentro?
Cuanto más me
afanaba, cuanto más confiaba en mis debilitadas fuerzas, más percibía que
alejaba el momento del abrazo, más advertía que desviaba mi errante y errado
deambular.
Tenía que amar
como María la Magdalena
y la otra María, tenía que fiarme absolutamente, tenía que entregarme sin
reservas, tenía que realizar el itinerario desde Galilea a Jerusalén junto a El
(no es cuestión de espacio y tiempo, es cuestión de amor), para, llegado el
momento, escuchar dentro de mi: “Alégrate”.
Entonces, sí,
apagadas todas las luces exteriores, sordo mi corazón a todo ruido extraño,
pude abrazar los pies.
Y ya no tuve
miedo. Volveré a Galilea y allí nuevamente lo encontraré junto a mis hermanos.
¡Ha resucitado!
Salvador Egea Solórzano