Aconteció
en Madrid, un domingo de octubre. Tal vez pudo haber sucedido en cualquier
lugar, por la mañana o en horas vespertinas. Las circunstancias son
intrascendentes. Fui espectador fortuito pues mi presencia allí no era
habitual.
Participaba
en el grupo con mayoría de adultos, en el que predominaba la tercera edad, que
asistíamos a la celebración de la Eucaristía dominical.
Intempestivamente
un inesperado impacto en la bancada trasera sobresaltó a todos los presentes.
La asamblea giró la cabeza y las miradas confluyeron hacia una señora de
avanzada edad que yacía en el suelo tras un desvanecimiento.
Enseguida fue atendida por personas próximas. El sacerdote interrumpió en aquel instante la misa. Con cortesía se disculpó ante todos los presentes y
diligente descendió los escasos peldaños que resaltaban el presbiterio.
Se
acercó a interesarse por la anciana a quien, ya consciente, alentó y ofertó su
ayuda personal.
Desde
mi posición en los primeros bancos evoqué la parábola de “El Buen Samaritano” (Lc
10,29-37). En el caso que relato el sacerdote que presidía la celebración “no
pasó de largo”. Una vez convencido de que quien merecía su prioritario interés
quedaba atendida y en buenas manos, continuó la celebración eucarística.
Esta
es la concisa crónica cuyo desenlace nunca ocurrió. En realidad el sacerdote,
algo desconcertado, sólo interrumpió momentáneamente la misa para observar el
incidente, no descendió desde el altar, no se acercó a la accidentada…,
terminada la celebración se encaminó hacia la sacristía. La anciana señora
seguía postrada en el suelo…, cuidada por “los buenos samaritanos”.
Salvador Egea Solórzano