Plácidamente
duerme en el moisés, dispuesto con diligencia y mimo por sus primerizos mamá y
papá, Cristina y Luis. Saciado después de ser amamantado en una efusiva imagen
en la que hijo y madre se funden en una
alegoría inefable, única.
Hoy,
treinta y uno de agosto, día en el que redacto estas líneas, no ha cumplido aún
una semana. Han pasado tan sólo cuatro jornadas desde que Pablo, mi nieto,
expresó con el primer llanto su amanecer entre nosotros.
Sentado,
muy cercano al moisés, como en un palco privilegiado, transcurre el tiempo,
fijos mis ojos, pendiente mi mirada de su sueño reconfortante. En algún
momento, durante segundos, agita instintivamente los brazos queriendo reafirmar
su presencia. “Estoy aquí”, le digo mudamente, acercando mi dedo meñique al que
se aferra buscando seguridad y protección.
Su
nacimiento no tuvo en cuenta las necias previsiones. Cambié con urgencia los
billetes del “Alvia”. La “alta velocidad” parecía lentísima para acercar Cádiz
a Madrid. Imposible que los kilómetros se redujeran a metros, tal vez a
decámetros… Lo esperaba y paradójicamente fue Pablo quien me estaba esperando
en el regazo materno.
Seguro
que mi presencia de hoy jamás se difuminará perdida en los recodos del espacio
y el tiempo. El afecto no queda limitado por
categorías espacio-temporales.
He
vuelto a contemplarlo esta tarde. Nuevamente he acercado mi mano hasta que ha
aprisionado mi dedo. He querido que, a través del contacto físico, se estableciera
un canal que transmitiera imperceptiblemente todo el legado de familia, toda la
ternura de generaciones. Sí, ya sé que la genética confirma lazos
imperecederos. Pero no se trata de esta herencia genética que la naturaleza se
encarga por sí misma de transferir. El cariño, los buenos augurios se perciben
y reciben por cauces no regidos por normas y leyes inexorables.
Salvador
Egea Solórzano