Me atrae la perícopa de los discípulos camino de Emaús (Lc 24, 13-35). En muy pocas líneas Lucas sintetiza el núcleo del mensaje cristiano: Jesús de Nazaret, muerto y resucitado, culmina todo lo referido a su persona en las Escrituras desde Moisés a los profetas.
Más allá del hecho histórico subyacente, la narración de Lucas dispensa variados puntos de reflexión.
El texto comienza aludiendo al distanciamiento de los dos discípulos respecto al resto que permanece aún en Jerusalén, “iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unos sesenta estadios “(v. 13). No se dirigen a Galilea, lugar de encuentro geográfico o más bien teológico, según la indicación del Maestro (Mc 14, 28) y del “joven de la túnica blanca” (Mc 16, 7). Vuelven al “pasado”, tal vez jornaleros en los campos próximos a la capital (Mc 16, 12). Esta vuelta a la etapa anterior al seguimiento de Jesús los sumerge en la perplejidad y tristeza. No han gozado la experiencia de la Resurrección. Sus ojos están “ciegos” para reconocer al Caminante que se les acerca.
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La escena tiene un trasfondo que, desde nuestra condición creyente, hace que redirijamos la pregunta hacia nosotros mismos.
Es cierto que tal vez Lucas tuviera presente en el momento de la redacción las dificultades que ya algunas comunidades cristianas pudieran estar experimentando para descubrir al Jesús mensajero de la Buena Noticia en medio tan hostil como el del Imperio Romano y, de esta forma, infundir la esperanza de que el Resucitado sale siempre al encuentro en el camino.
Pero no es menos cierto que el relato tiene una dimensión atemporal y que pretende también hoy cuestionarnos sobre nuestra capacidad de reconocer al Maestro en un encuentro que transforme radicalmente nuestra vida.
Interpretada la secuencia desde una perspectiva eclesiológica el distanciamiento y vuelta al pasado inducen a la reflexión de que sólo en el seno de la comunidad seremos hoy capaces de vivir la experiencia de la Pascua, descubrir a Jesús resucitado y configurar nuestras cotidianas actitudes en coherencia con el marco derivado del encuentro personal. Define así la dimensión sacramental de la Iglesia.
Un dato significativo en la narración es el protagonismo que Jesús adquiere al final del relato como si suplantara la función propia de los anfitriones.
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La “fracción del pan” es el momento del reconocimiento. No puedo por menos que recordar y citar la clásica expresión del teólogo Henri de Lubac que vincula e interrelaciona tan lúcidamente Iglesia y Eucaristía: “La Eucaristía hace la Iglesia. La Iglesia hace la Eucaristía”. Tal aserto viene a subrayar y confirmar que si el reconocimiento y encuentro con Jesús lo realizamos en la “fracción del pan” es en la comunidad donde nuestra fe nace, se fortalece y es capaz de expandirse misionera y evangelizadora.
Por otra parte y después de lo expresado en las líneas anteriores es ineludible concluir que sin Eucaristía la fe se debilita raquítica, el “encuentro” se desvanece y el vínculo con la Iglesia se diluye hacia un infecundo formalismo.
En el camino de retorno a Jerusalén ¡Feliz encuentro!, ¡Feliz Pascua de Resurrección!
San Fernando, 7 de abril de 2012
Salvador Egea Solórzano
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