Tendría
que comprobar la fecha en que pulsé inintencionadamente el “standby” del cajón
de sastre donde transcribo y almaceno historias de cada día, evocaciones de
ayer, ilusiones de hoy, anhelos y afanes del mañana. No han faltado ocasiones
que motivaran sobradamente dar vida a lo que languidecía en el rincón de lo
postergado u olvidado.
Aunque
reiteradamente he tenido que escuchar de voces diversas: “Hace mucho que no
escribes en el blog”, no hay razón que justifique este prolongado silencio y
paréntesis que, ahora sí, intencionadamente cierro.
Anochecía
el sábado, 3 de septiembre cuando me comunicaron que mi hermano Josemari había
ingresado, permaneciendo en urgencia hospitalaria en el clínico “Puerta del Mar”.
Desde
la primera intervención quirúrgica por infarto coronario fueron varias las
permanencias en el hospital.
Hacía
un mes que la familia nos habíamos reunido en la celebración de la boda de
nuestra sobrina Crisbel.
A
pesar de su dolencia general, su buen aspecto, su conversación fluida, su
vitalismo no presagiaban el desenlace acaecido el domingo, 4 de septiembre.
Sentado
junto a su cama transcurrieron varias horas aquella mañana. Sedado e inconsciente
no pudo escuchar todo lo que silenciosamente yo pretendía transmitirle,
pendiente de cualquier movimiento de sus ojos, cualquier gesto que ya no se
produjo. Josemari falleció pocas horas después.
¿Por
qué nuevamente se me había adelantado? Después del fallecimiento de nuestro
hermano Eugenio, apenas cumplido los 70 años, Josemari nos dejaba con 71 cumplidos
en marzo. ¡El turno era mío!, yo había alcanzado los 73 años el pasado 19 de
junio.
Ciertamente
estas reflexiones carecen de lógica, pero junto a su cuerpo agónico, aunque
sereno, yo tenía la sensación que me había usurpado el lugar.
¡Si
pudiera insuflarle algo de la vida que me mantenía y que a él se le iba en una
angustiosa respiración!
¡Si
pudiéramos nuevamente, sentados o reclinados en el sofalito de su cuarto de
estar, brindar con sendas copas por la vida, aunque fuera recontando las
pastillas con las que cada uno revitalizábamos nuestros declinantes cuerpos y
paliábamos nuestras “goteras”…!
¡Cuántos
recuerdos, hermano!
Tengo
la inmensa satisfacción que agradezco a Anamari, mujer fuerte, compañera
durante tantos años, brazos y pies últimamente, de haber gestionado las
exequias que presidió Paco, mi hijo sacerdote.
Suyas
son estas cariñosas palabras extraídas de la homilía:
“Ante la muerte, más
de un ser querido, siempre hay dolor. Este dolor no es más que la expresión de
un amor. Un amor que se hace preguntas y no encuentra respuestas, un amor que
se aferra al ser querido y no lo quiere soltar, un amor que se asoma al
precipicio de la muerte y experimenta el vértigo de la fragilidad de la vida (…).
Seguramente en estos
últimos días haya experimentado incertidumbre y angustia. Ahora, sostenido por
los brazos del Padre, todo está bien y en paz (…).
Tito ha encontrado su
descanso en los brazos del Padre y soltado el yugo de esta vida. Los que
sentimos la tristeza de su marcha cargamos con el yugo de la pena y el dolor.
La fe nos recuerda dónde encontrar nuestro descanso. El evangelio nos invita a
tener la humildad de asumir que hay cosas que escapan a nuestro control y a
nuestro entendimiento. Volvamos a ser como esos niños que, sin conocer ni
entender, simplemente confían y se abandonan a aquellos brazos que le ofrecen
consuelo, ternura, firmeza y amor. Así seguiremos unidos a tito Josemari, no
solo por el amor, sino porque desde esta vida y desde aquella, la Palabra de
Dios del evangelio se actualice en nosotros.”
¡Descansa
en paz, hermano Josemari!
Salvador Egea Solórzano
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