Nuestra cultura popular asocia ancestralmente la festividad de la Epifanía con los regalos de los Reyes Magos, sabios de Oriente, que, según el texto de Mateo (Mt 2, 1-12), presentaron a Jesús, recién nacido, los dones de los que eran portadores: oro, incienso y mirra.
No existía lógica alguna capaz de quebrar la firme convicción en la frenética actividad de los Magos de Oriente durante tan prodigiosa y fascinante noche.
Hemos mantenido esta gratificante tradición primero con nuestros hijos y, cuando ya declina la luz sobre nuestro horizonte, con nuestros nietos.
Hoy mis reflexiones, sin relegar ni añorar las anteriores consideraciones, asumen otros derroteros más en consonancia con la raíz etimológica del término.
La festividad litúrgica de la Epifanía, es conocido, tuvo su origen en el Oriente cristiano. La tradición se remonta al s.III y me resulta significativo, por su contenido, que precediera a la conmemoración de la Navidad, tal como celebramos en Occidente el nacimiento de Jesús.
La voz griega “epiphaneia” significa “manifestación”. En el Oriente cristiano tres relatos evangélicos se han considerado como acontecimientos salvíficos, cuya celebración conjunta se evoca en esta festividad: Adoración de los Magos, Bautismo de Cristo por Juan y Primer milagro realizado en las Bodas de Caná. Se trata, por tanto, de la “manifestación” de Jesús, Hijo de Dios, al mundo.
Cuando en los días que preceden a la Epifanía observo el discurrir bullicioso del gentío que abarrota avenidas y centros comerciales me cuestiono si, en un proceso de ida y vuelta, no hemos retornado a la celebración pagana del solsticio de invierno, tal vez velado con la superficial presencia de los misterios evangélicos.
Transcurrida ya la primera década del s. XXI ¿qué transmite la festividad religiosa de la Epifanía hoy al creyente cristiano? Al reflexionar e intentar dar respuesta coherente al interrogante aflora en mi mente la perícopa de Mateo 25, 31-46 y sobre todo “cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mi me lo hicisteis” (v.40). Y es que la “manifestación” de Dios encarnado, estoy convencido, se hace hoy presente en los rostros de los preferidos de Jesús y convocados (“venid, benditos…”, v.34) por el Señor de la Historia.
Son rostros con nombres y apellidos, aunque a veces lleguen a nosotros solapados en los fríos datos de una estadística.
Un informe de “Caritas” estima que en España hay 1.400.000 hogares en los que ningún miembro trabaja y 500.000 han agotado todos los sistemas de ayuda y no tienen ningún tipo de ingreso.
Si desde nuestro entorno más inmediato dirigimos nuestra atención a la situación global en el mundo resultan dramáticas las incidencias descritas por organizaciones tan consideradas como “Manos Unidas”, “Amnistía Internacional”, “Asociación Española para el Derecho Internacional de los Derechos Humanos” (AEDIDH) y otras similares.
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Los discípulos de Jesús no podemos ignorar tan dramáticas historias personales. No es coherente, para el creyente cristiano, celebrar la Epifanía como conmemoración de la Adoración de los Magos de Oriente, postrados ante Jesús recién nacido, sin considerar y asumir el compromiso derivado de la “Epifanía” de Jesús en todos aquellos hermanos que según Mt 25 son hoy expresión real de Dios encarnado.