El
mundo de Nazaret-Clara es “un mundo entretejido por anécdotas en las que el
lector tendrá que reconocerse o reconocer el reflejo de alguien próximo” (1),
se afirma en la contracubierta del libro.
No
se trata de un aserto apriorístico, sino más bien producto del profundo
conocimiento, por parte del autor, de la sicología humana, que le ha permitido
crear personajes de sólida estructura en el conjunto de su obra literaria.
Ciertamente
hay situaciones, sobre todo en la primera parte de “Las afueras de Dios” en las que me ha resultado fácil reconocer un
paralelismo o incluso, tal vez, una identificación con el personaje central del
libro.
De
todas formas quien entroniza la autenticidad como rector de conducta termina
primero por encontrarse a sí mismo y consiguientemente descubrir la Verdad.
La
verdad es que “es imposible amar a los hombres en Dios: hay que amar a Dios en
los hombres” (2).
El evangelista Juan lo explicita meridianamente:
“quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (3).
Es
el núcleo del Evangelio, la “Buena Noticia”: “Quien no ama no ha conocido a
Dios, porque Dios es Amor” (4). “Dios es Amor y quien permanece en
el amor permanece en Dios y Dios en él” (5).
En
el fondo, estoy convencido, ateos y teístas, cuando la coherencia y la
sinceridad impregnan nuestro devenir cotidiano, sin más adherencias espurias, confluimos
en lo esencial. Y lo esencial es el descubrimiento del Amor.
El
mundo de Nazaret-Clara, también el nuestro, es “un mundo que dejaría de existir
si dejara de existir el amor” (6).
Hay
en el relato un párrafo que hubiera suscrito, como experiencia personal, hace
cuatro décadas. Lo suscribo hoy literalmente. Transcribo textualmente la cita: “Antes
me preguntabas por qué salí del convento, ¿verdad? No fue porque corrigiese el
sentido de mi vida, o porque descubriera otro distinto. Simplemente se abrió el
que ya tenía, se hizo mayor. Como se hace mayor el panorama que se ofrece al
caminante que, al llegar a un alto, como aquella vieja que dijimos, ve
ampliarse el paisaje, el mismo que traía, y sin abandonar su camino… No sé si
me he explicado bien. No tuve la impresión de traicionarme, ni de traicionar a
nadie ni a nada. Mi idea de la divinidad seguía abarcándolo todo, presidiéndolo
todo. Se trataba de unas nuevas afueras de Dios, de un encargo nuevo en el que
yo no es que me hallase más implicada, sino que lo estaba de otra manera. ¿Me
entiendes? En el fondo, todo es abrazo en este mundo. Y en el otro. Eso lo supe
entonces: el ser humano abraza a la naturaleza, a Dios, a otro ser humano que
lo abraza también…” (7).
Durante
la lectura de “Las afueras de Dios”
ha habido momentos, reflexiones puestas en boca de Nazaret-Clara por el autor
Antonio Gala, que me han implicado singularmente, obligándome a hacer una
pausa, a releer el texto.
Con
toda seguridad ello es debido a que el autor ha sabido zambullirse en
situaciones y experiencias profundamente humanas. Me he visto reflejado
nuevamente en ellas: “Si nos creemos ofendidos, es a causa de nuestro miedo, de
nuestra inseguridad. Si ofendemos, es porque ignoramos cómo obrar debidamente,
y nos dañamos a nosotros mismos. Nadie se halla capacitado para ofendernos con
actitudes o palabras: es sólo nuestra inseguridad la que se siente atacada y
pone en guardia sus defensas” (8).
Por
segunda vez he leído recientemente, en autores distintos, expresiones
coincidentes en el fondo, aunque con matices en la formulación. Coincidencia
que ratifica la consistencia de la afirmación: “Si la ciencia ha añadido años a
la vida, es preciso que se añada vida los años” (9). “Añadir vida a
los días cuando no podemos añadir días a la vida” (10).
Cuando
Nazaret-Clara afirma “es la belleza dentro de nosotros la que nos deja divisar
la de fuera” (11) está emitiendo un mensaje positivo y optimista, no
ilusorio, fiel exponente de la realidad.
He
dejado ya para el final una última perla desgranada del elenco de reflexiones
de la protagonista de la novela, muy en consonancia con la experiencia que
vivimos los que rebasamos ya ciertas fronteras: “Los ancianos suelen creer que,
una vez amanecido, cuentan con un día más, porque la muerte viene de noche con
pasos de paloma” (12).
No
sé si el zarpazo definitivo me acechará con “nocturnidad y alevosía”, el primer
amago sí lo fue. Pero lo que sí es cierto es que cada amanecer es un tributo de
agradecimiento y una oportunidad para “añadir vida a los años”.
Salvador Egea
Solórzano
(1) Antonio Gala, “Las afueras de Dios”, Planeta, 2ª edición, (1999), Barcelona;
Contracubierta.
(2) En la
solapa del libro.
(3) 1Jn 4, 20
(4) 1Jn 4, 8
(5) 1Jn 4,16b
(6)
Contracubierta
(7) pág. 263
(8) pág. 272
(9) pág. 249
(10) Anne-Dauphine Julliand, “Llenaré tus días de vida”, Círculo de Lectores.
(11) pág. 23
(12) pág. 22
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