DESDE EL “ZAPORITO” A “GALLINERAS”
(Un paseo por el sendero del caño “Carrascón”)
La Isla es un enclave en un entorno natural
privilegiado de la bahía gaditana. Soy “cañailla”, apodo gentilicio por el que
se identifica popularmente a los nacidos en la ciudad de San Fernando.
Hace
algunas décadas, sin embargo, yo hubiera sabido localizar exclusivamente los barrios
y calles del llamado “centro histórico”. Nací en la calle “San Rafael” y mi
infancia transcurrió entre “Colón” y, sobre todo, la calle “Real” (esquina del
Gordo).
Más
recientemente y coincidiendo con el progresivo aluvión demográfico
experimentado por la ciudad y la sustitución de las antiguas huertas isleñas
por populosas barriadas he sido testigo de su extensa transformación urbana.
Por
cierto, ¡qué merecido homenaje a los hortelanos isleños es la placa evocadora
de todos ellos, nominalmente recordados, en la entrada del “Parque de las
Huertas”!
Durante
la infancia, en la época estival, a mis hermanos y a mí nos parecía de ensueño
los baños veraniegos en “Cañorrera”, adonde nos dirigíamos, siempre acompañados
por algún familiar adulto. Vadeábamos la vía férrea y nos instalábamos después
de cruzar el antiguo molino de marea.
No
ha sido sino hasta muy recientemente cuando he descubierto el fascinante flanco
sureste de la Isla. El caño “Carrascón” la bordea serpenteando y adentrándose
en el entramado de marismas desde el “Zaporito” hasta el muelle de
“Gallineras”.
La
arterioesclerosis y el parcheado corazón me prohíben realizar lo que, con toda
seguridad, hubiera culminado en otras
condiciones físicas: recorrer de una tacada los aproximadamente cinco
kilómetros del sendero peatonal que linda con el caño, ya en bicicleta, ya simplemente
como una excursión pedestre.
He
jalonado el itinerario en varios tramos utilizando los distintos accesos y así he
transitado ya en reiteradas ocasiones el sendero. En el recorrido nos cruzamos
apasionados del ejercicio físico en su forma más dinámica o más relajada, como
es mi caso.
A
veces, y según el tramo elegido, pasan los minutos en absoluta soledad y
silencio, tan sólo violado por el suave rumor de la corriente marina y
ocasionalmente por la sonora cascada de una vetusta compuerta salinera o el
disonante graznido de una cigüeñela, gaviota, garza u otras aves marinas.
El
silencio es un leal acompañante que facilita la paz y el sosiego. Establecer un
diálogo con tan singular compañero, sin dejar por ello de admirar la belleza
del paisaje, es una ocupación atrayente y enriquecedora. La mente reflexiona,
evoca eventos pasados, analiza acontecimientos recientes, proyecta tareas
futuras, bullen sentimientos y emociones.
Últimamente
he frecuentado el itinerario comprendido entre el caño “Zaporito” y el puente
“Lavaera”. No es un tramo excesivamente largo y se acomoda a mi debilitada
resistencia. La zona donde se ubica el molino “Zaporito” ha sido recientemente
restaurada y reurbanizada. El sendero “Carrascón” tiene precisamente un primer
acceso junto al puente sobre los vanos que facilitan el flujo y reflujo del
agua al molino mareal.
En
la pleamar he contemplado cómo se desliza sigilosamente un nutrido grupo de
piraguas sobre las aguas del caño. Al terminar este primer tramo la perspectiva
se ensancha. Nace el caño “Carrascón” dejando a sus espaldas la confluencia de
caños con el “Puente Zuazo” al fondo.
Prosigo
el paseo por el sendero bordeando el “Carrascón”. Aunque este trayecto es uno de los más concurridos por su
proximidad al casco urbano, yo deambulo ensimismado rumiando sensaciones y
recuerdos. El puente “Lavaera” es, de un tiempo a esta parte, cita casi
obligada, lugar de peregrinaje, santuario para la eternidad, precisamente por
el evento familiar evocado.
Era
una tarde de fuerte viento de levante, coincidente con las horas de la pleamar.
La panorámica que ofrecía el último tramo del sendero, abriéndose paso el
“Carrascón” hacia la confluencia con el caño “Sancti Petri” y alcanzando el
muelle de “Gallineras” era apasionante.
La punta “Boquerón” y el islote en
donde se asienta el castillo fenicio,
restaurado también hace pocos años, es el telón de fondo de esta perspectiva
mágica.
¿Cómo
es posible que tanta belleza natural hubiera permanecido oculta a mis ojos
durante tanto tiempo? ¿Serán numerosos los isleños de todas las edades,
oriundos o advenedizos, que ignoren lo que la naturaleza ha prodigado
dadivosamente tan cerca para su contemplación?
Repetiré
esta experiencia. Cada nuevo discurrir por los distintos tramos del sendero me
ha deparado hasta hoy imágenes inéditas
y ha consolidado mi admiración por todo el entramado marismeño de la Isla.
Salvador
Egea Solórzano
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