El apóstol Pablo no deja de sorprenderme o más
exactamente es el Espíritu, a través de la mediación de las cartas paulinas, el
que, en el momento más inesperado, interpela obstinadamente.
Extraña las innumerables ocasiones en las que he
leído textos bíblicos o, con ferviente atención, escuchado homilías y estudiado
comentarios exegéticos sin reparar en lo que, en una coyuntura determinada,
incide en el corazón como “una espada de doble filo” (Heb 4,12). “El viento sopla
donde quiere” (Jn 3,8).
Algo así experimenté el pasado día 1, viernes de la
tercera semana del tiempo ordinario, al encontrarme en la “lectura breve” de
Laudes, con el texto que encabeza este comentario.
Las paradojas tienen el efecto inmediato de sacudir
la mente e incitarnos a reflexionar.
La lapidaria confesión de Pablo me ha acompañado
durante estos días, sin borrarse, en ningún momento, del recuerdo.
Leí íntegramente la 2ª carta del apóstol a los
corintios, como queriendo enmarcar e interpretar la afirmación de Pablo en el
contexto global de la epístola y de la comunidad cristiana destinataria en
origen.
Durante su permanencia en Éfeso, ciudad donde
presumiblemente escribió la carta, Pablo tuvo conocimiento del intento de
desacreditar su autoridad por parte de miembros de la comunidad corintia.
Con firmeza y vehemencia revindica su apostolado, que
emana del mismo Señor (2Cor 10,8). Como testimonio de entrega absoluta a la
misión confiada relata la serie de tribulaciones que ha experimentado a causa
del ministerio. Y es después de todo este discurso cuando Pablo hace expresa
mención a gloriarse en sus debilidades, “pues
cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2Cor 12,10b).
Mi primera reflexión me lleva a asumir la propia
debilidad, física, en primer lugar, aunque sea a regañadientes (los años no
pasan en balde), pero también, sobre todo, como creyente. Si el testimonio de
Pablo condensa su franca convicción de que “la fuerza se realiza en la
debilidad” (2Cor 9a), ¿cómo no reconocer tantos “naufragios”, decepciones y
errores en el rumbo durante la singladura que me conduce hacia los brazos del
Padre?
Pablo alude a “una espina en la carne, un emisario de
Satanás que me abofetea” (2Cor 12,7). Yo refiero la miseria humana que, en
demasiadas ocasiones, se impone a los altos ideales y sublimes propósitos.
Esta es mi permanente “debilidad”.
Constatada esta condición, la afirmación de Pablo me
induce a considerar la fuerza con la que el Espíritu anida en nosotros. Sin
ella, sería del todo imposible que yo estuviera garabateando estas líneas. La
misma fuerza me otorga la confianza de sentirme acogido en buenas manos.
Por ello la sentencia de Pablo supera los delimitados
matices del concepto paradoja hasta consolidarse en una acreditada
realidad.
Ciertamente, como con reiteración cantan los salmos,
el Señor es mi fuerza, mi luz y mi salvación.
Me reconforta la toma de conciencia y la convicción profunda de que en el corazón
del Padre se diluyen todas nuestras infidelidades y que el reconocimiento de
nuestra debilidad e impotencia nos acerca a Aquel que es la roca y salvación.
Salvador Egea Solórzano
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