A media mañana, cuando la jornada se
mantiene abierta, plena de alternativas, salgo de casa e inicio mi diario paseo
matutino formalizando la prescripción facultativa.
Bordeo el reciente bloque de viviendas, aún
deshabitadas, que ocupa el solar de la antigua cochera de la “Compañía de Tranvía Cádiz – San Fernando –
La Carraca”, por el amplio acerado que lo delimita.
Arrogante, el sol invade la “Avenida de la
Marina” desde el luminoso y centelleante laberinto de esteros y marismas que se
perfila al fondo.
Asciendo con lentitud la empinada pendiente
hacia la arteria principal de la Isla, la “Calle Real”. Como si temiera o
presintiera mi desfallecimiento, presta a socorrerme, mi sombra me acompaña a
la izquierda.
Hemos arribado a la “Plazuela”, hoy y
siempre “Plaza del Carmen”. Avanzamos al mismo ritmo, aunque, a veces, parece
que mi compañía juega al despiste o al escondite, cuando algún edificio
sobresaliente, a la derecha de la gran avenida, actúa como pantalla opaca a los
rayos solares.
La “Plazuela”, como la “Alameda” y “Plaza
del Rey” están integradas en la gran remodelación que ha experimentado toda la
“Calle Real”, transformándola en vía
semipeatonal, a la espera de ser violada por el tranvía metropolitano.
Ello no es obstáculo para que yo evoque y
comente con mi acompañante los lejanos tiempos en que con un simple aro surcaba
en la “Plazuela” espacios reservados o conquistados a juegos infantiles.
La vivienda familiar se encontraba entonces
tan solo a unos metros, frente a la “Esquina del Gordo”.
En infinidad de ocasiones nos habíamos
atrevido a cruzar el punto citado, entonces única alternativa que podía
conducirnos a la capital en transporte público y vehículos de motor.
Lo hacíamos para provisionarnos de
alimentos con la cartilla de racionamiento de la posguerra en “Ultramarinos El
Gordo” o para el intercambio de novelas y la adquisición de algún que otro
remedio para necesidades domésticas en “Casa de Amalia”. No llegábamos a
adentrarnos en las “callejuelas”.
Hoy mi sombra y yo observamos el trasiego,
el ir y venir de gente muy diversa por la ancha avenida.
La joven madre que, acelerada, empuja el
cochecito, donde plácidamente duerme su bebé.
El estresado ejecutivo que, asido su
portafolios, teme no llegar a tiempo de la urgente gestión.
Los veteranos jubilados, como mi propia
sombra y yo, que, a veces ensimismados en intempestivas reflexiones, otras al
paso de alguien, tal vez compañero de viejas o recientes aventuras, deambulamos
sin prisas, sin agobios y sin ninguna meta obligada.
En ciertos momentos nos hemos cruzado con
discapacitados que en sendas sillas de ruedas, ya autopropulsadas, ya
impulsadas por expertas manos familiares participan igualmente de la mañanera
evasión.
A la puerta de un comercio, dos conocidas chismorrean
animadamente los últimos dimes y diretes, quizás truecan las previstas recetas
culinarias o, desgraciadamente, comentan el último infortunio familiar.
Un anónimo transeúnte nos adelanta raudo
con el móvil pegado al oído, sin que podamos retener elemento alguno de la
conversación mantenida.
Madre e hija han superado nuestro relajado
paseo, discutiendo acaloradamente, ignoramos el motivo.
Pocos metros antes de la “Parroquia castrense
de San Francisco” un abigarrado grupo de jóvenes estudiantes de la academia
próxima aprovechan el descanso en la jornada lectiva para “echar un cigarrillo”
o reponer fuerzas con el bocadillo, en animado coloquio.
Una ambulancia con su estridente sirena,
vehículos de la policía local o nacional que, en un sentido u otro, patrullan
con celo en ejercicio de su función supervisora, un taxi que realiza sus
habituales carreras, una furgoneta de reparto descargando su mercancía, un turismo privado que acaba de abandonar el
garaje, son los únicos automóviles que transitan la renovada calzada.
La necesidad agudiza el ingenio y la
creatividad y así, de un tiempo a esta parte, “haciendo la vista gorda” la
autoridad local no interfiere en los puestecillos ambulantes de venta de
objetos de segunda mano que van proliferando a la altura de la “Alameda”,
restringiendo parte del acerado urbano.
Vendedores de la ONCE, en lugares
estratégicos, pregonan terminaciones numéricas, al objeto de atraer a los adictos
al azar.
Las terrazas de los bares, a pesar de la
crisis, siguen ocupadas a diario por aquellos que degustan el desayuno en la
calle.
La atención prestada a tantas incidencias y
observaciones no evita recordarle a mi sombra aquellos lejanos años en los que
diariamente realizábamos el recorrido desde la “Esquina del Gordo” hasta los
“Hermanitos” (colegio “La Salle”), donde cursé la enseñanza primaria. Mi sombra
no era tan alargada y yo aún vestía pantalones cortos.
Guardo el recuerdo de la única ocasión en
la que, junto a mi amigo y compañero de aula (M.R.T.), recorrí unos metros a lomo
de un asno, que él, por encargo paterno, utilizaba tempranero para transportar
y vender la leche a contados clientes.
Nos acercamos a la “Plaza Iglesia”. En este
punto mi visión se bifurca. Por una parte, continúa la “Calle Real”, hacia
“Capitanía” y el “Castillo de San Romualdo”, es decir la veterana entrada a la
Isla para todo aquel viajero procedente de Chiclana y Puerto Real, tras cruzar
el hoy también peatonal “Puente Zuazo”.
Por otra, la “Calle Rosario” hasta su
confluencia con “Colón” y ésta, a su vez, con la “Calle San Rafael”.
No nos atrevemos a seguir avanzando. Este
trío de calles y sus recuerdos quedan para otra ocasión. Argumentos hay sobrados,
pues en la céntrica “San Rafael” fue donde por vez primera vi la luz del sol y
justamente en el entronque “Rosario” y “Colón” residieron mis abuelos paternos.
Durante unos años allí nos establecimos, tras el fallecimiento de mi abuelo.
Cuando giré mis pasos, para deshacer el
camino recorrido, el sol no había avanzado tanto en su periódica trayectoria
diaria como para que mi sombra me abandonara. Juntos, lentamente, desanduvimos
el trayecto y regresamos a casa.
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