Repuesto de la
sorpresa causada por la noticia de la insólita dimisión del Papa me permito
añadir estas breves líneas al cúmulo de comentarios e interpretaciones de
plumas, sin duda, mucho más autorizadas que la mía.
He leído, en los
pocos días que median entre hoy y el pasado anuncio de la dimisión papal, más de
una decena de reflexiones.
La perspectiva de
cada autor determina las conclusiones, como es lógico.
Yo, cristiano de a
pie, sin ninguna mayor acreditación, pretendo simplemente dejar constancia
escrita de mis personales sensaciones.
La información me
llegó, sentado delante del ordenador, de la boca de mi hijo, que, residente en
Madrid, pasaba unos días de vacaciones en casa.
Recordé que,
justamente esa misma mañana, lunes de carnaval, habíamos callejeado en Cádiz la
zona por donde discurre el carrusel de coros.
Me llamó la atención,
sin darle mayor importancia, los panfletos que bordeaban una de las bateas y
que aludían a la dimisión con el ingenio propio de esta tierra gaditana.
No tomé en serio a mi
hijo hasta que puso ante mis ojos lo que ya circulaba por la red.
He leído y conservo
en casa las encíclicas de Benedicto XVI. En la comunidad parroquial de la que soy
miembro, hemos reflexionado conjuntamente y comentado “Caritas in veritate”. En
el momento de atender la información de mi hijo acababa de leer el “Mensaje del
Papa con ocasión de la Cuaresma”, de modo que me dispuse a redactar una breve
glosa ocasional en facebook.
Atraído por la
Cristología he leído también los tres libros publicados últimamente por Joseph
Ratzinger sobre Jesús de Nazaret.
Estas y otras lecturas
han ido configurando en mí una imagen de Benedicto XVI más real y atrayente que
aquella con que recibí el anuncio de su promoción al pontificado.
El tránsito del
cardenal Ratzinger, guardián de la ortodoxia,
desde la “Prefectura de la Congregación para la Doctrina de la Fe” al
solio pontificio contrastaba con la personalidad carismática de su antecesor
Juan Pablo II.
Algunas alusiones en
medios próximos acentuaban este contraste, llegando incluso a caricaturizar el
semblante adusto, rígido del Pontífice.
La decisión de
Benedicto XVI, libremente ponderada, como él mismo ha afirmado, es un gesto, me
atrevería a decir, profético. Diversos comentaristas han destacado la plena
coherencia con la concepción del ministerio petrino como servicio a la
cristiandad. Refleja, por otra parte, una entrañable actitud cercana, diría que
humana, alejada de aquella aureola que, en todo caso, desfiguraría el recuerdo
de Pedro, pescador de Galilea.
El denso magisterio,
que ha ido desgranando en cada uno de sus discursos y publicaciones, culmina
con esta actuación en sintonía con tantas otras actuaciones de los antiguos
profetas.
La figura del Papa
Ratzinger, desde mi punto de vista, se ha ido engrandeciendo al paso de los
años. La sombra que su imagen quebradiza proyecta perdurará más allá del 28 de
febrero delimitando un sendero de autenticidad, coherencia, humidad, de intenso
amor a la Iglesia, barca que navega por el proceloso mar de las
incomprensiones, ambigüedades y pecados, guiada por el Espíritu Santo.
¡Ojalá “no nos fallen
las fuerzas” para recorrer nosotros, creyentes, seguidores de Jesús de Nazaret,
ese mismo sendero!
Salvador
Egea Solórzano
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