No
hay nada tan deprimente en comunicación y redes sociales como encontrarse un
día con varios centenares de email sin leer saturando la “Bandeja de entrada”
del correo electrónico.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEihAUSzpk4SiIDVE0IoWkMQfIpl9Kk-3gpOeIQH202Sva44hjpFHCOjwI7Qqul6OhnGdNQbB2LeEQ4lH0KIGq-EbWuyZXO-cdE3bhjujGHeDmZfQPyOPIMJU8RzlyPSfXBCDjVRABAyViQ/s1600/fariseo-publicano.jpg)
Hace
solo unos días ha superado todos los filtros un correo singular. El archivo
adjunto me sedujo, de tal forma, que no he resistido la tentación de publicarlo
en el blog.
“Pudo ser un día cualquiera en una
parroquia enclavada en los arrabales de una ciudad anónima.
Al atardecer, el sol estival relajaba
sus ardientes rayos y una brisa tenue acariciaba el rostro de los que simplemente
deambulábamos como paseo vespertino.
Las puertas del templo estaban abiertas,
entré.
En el primer banco tres feligresas
esperaban el inicio de la Eucaristía. Ocupé un asiento justamente detrás. La
celebración comenzó puntual, a las 20:00 h.
Alguien discretamente se incorporó a la
asamblea, avanzó desde el fondo, no demasiado, manteniéndose casi en segundo
plano.
Con ritmo pausado, que invitaba a la
reflexión, fueron discurriendo los “Ritos iniciales”, “Liturgia de la Palabra”…
Tan reducido número de participantes
hizo posible que, respondiendo a la invitación del sacerdote, nos diéramos,
como hermanos, la paz con un beso o abrazo.
Desde el lugar retirado en el que había
permanecido, la última participante se aproximó. Con timidez extendió el brazo
en actitud de estrechar la mano. Espontáneamente no discriminé, nos dimos el
beso de paz.
Nos acercamos a comulgar. Ella continuó
sentada. En aquel momento sentí que en la comunión algo faltaba: un vacío
impedía cerrar totalmente el círculo de fraternidad.
Terminada la Eucaristía, persistió, esta
vez arrodillada, en humilde y profunda actitud orante.
Yo abandoné el templo rumiando en mi
cabeza la parábola “El fariseo y el publicano” (Lc 18,9-14).
Tendré que ir despojándome de tanta
arrogancia y altivez. ¿Habré salido justificado?”.
Salvador
Egea Solórzano
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