Durante
aproximadamente dos décadas fuimos compañeros de trabajo. Desde su jubilación,
un año posterior a la mía, alternaba la estancia entre Cádiz, lugar de
residencia, y Alicante, donde una de sus hijas se había establecido.
En
la capital levantina, arropada por el cariño familiar, sobrellevó la última
fase de su enfermedad, tumor cerebral, hasta su fallecimiento hace unas
semanas.
Llegué
al templo gaditano en el que se iba a celebrar la Eucaristía por su eterno
descanso con tiempo suficiente para permanecer unos momentos sentado y
contemplar la sobria decoración y arquitectura del neoclásico del s. XVIII con
evocación colonial.
Habían
transcurrido tan solo unos minutos cuando un ligero toque en el hombro hizo que
volviera la cabeza y me levantara. Abracé al viudo que me saludaba y a quien
expresé mi sentida condolencia. Intensamente emocionado mantuvo conmigo una
breve interlocución.
El
templo fue acogiendo lentamente a familiares y amigos, entre ellos un nutrido
grupo de compañeros, con quienes habíamos compartido, la difunta y yo, largos
años de docencia.
Puntual,
como queriendo evitar cualquier disfunción con el calculado normatismo
ambiental, comenzó la celebración.
El
celebrante, proceder hierático, apareció revestido de casulla extraída de algún
obsoleto guardarropa parroquial.
No
hubo cortés acercamiento a la familia; ni afectuosas palabras de saludo que
recordara a quien, circunstancialmente, nos congregaba en el nombre del Señor;
ni breve homilía que, oportunamente, evocara la fe cristiana de la difunta y
dirigiera a la familia palabras de consuelo y esperanza.
El
ritual se siguió frío y estricto, tal vez, para no desentonar con la rígida
arquitectura del templo.
Terminada
la ceremonia el celebrante se retiró a la sacristía con la “función cumplida”.
Recordé
la lectura, pocos días antes, de la fraternal censura de José
Lorenzo, “Curas funcionarios”, en
el semanario “Vida Nueva”.
¡Qué
ocasión perdida para hacer realidad la pastoral de la inclusión, salir al
encuentro, de acercamiento a la periferia del dolor!
¡Qué
manifestación tan antitestimonial de la autorrefencialidad criticada por
Francisco!
Más
que la distancia física entre el presbiterio y la asamblea, lo que realmente
impedía la contaminación, “olor a ovejas”, era la insensibilidad para empatizar
con los asistentes y sobre todo con la familia doliente.
Mientras
discurría la Eucaristía un sacerdote administraba el Sacramento de la Reconciliación
en la nave lateral.
¿No
es más oportuno y acorde con la centralidad eucarística ofertar un tiempo antes
del inicio de la “Cena del Señor”?
Cuando
abandoné el templo, mi “benévolo” comentario, queriendo evitar otras críticas
más aceradas pero justificadas, ante los antiguos compañeros que percibieron la
frialdad de la celebración, fue: ¡qué cura más soso!
Días
después, en una ocasión similar, en mi parroquia isleña de “El Buen Pastor”, la
arquitectura, la proximidad, la actitud del celebrante, el ritmo de la
celebración, las palabras de acogida, las referencias al finado y a la
esperanza en Cristo resucitado en la afectuosa alocución posterior a la lectura
del evangelio, todo…, constituía la antítesis de lo vivido la semana anterior y
significaba el auténtico encuentro de la Iglesia, madre acogedora, dispuesta
siempre a abrir los brazos con talante de cercanía y expresivo amor a todos sus
hijos, sobre todo en los momentos de incertidumbre y dolor.
Salvador Egea Solórzano
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