“Levantan
y enrollan mi vida
como una tienda de pastores.
Como un tejedor devanaba yo mi vida,
y me cortan la trama” Is 38, 12
No recuerdo el
día, las circunstancias… Sí permanece hondamente impresa en mi memoria la
huella que grabó la lectura del breve texto del profeta Isaías. He querido por
ello que introdujera estas líneas.
La belleza
literaria de las imágenes me cautivó. Expresan con elocuencia poética el estado
anímico del hombre que presiente el final de sus días.
Al término de los
capítulos pertenecientes al primer Isaías, el profeta pone en boca de Ezequías,
rey de Judá, un poema elegíaco en el que se lamenta y muestra desconcierto ante
el anuncio de su próxima muerte.
La intervención
del profeta, las lágrimas del rey, la oración y la confianza en Yavé (“Sálvame,
Señor, y tocaremos
nuestras arpas todos los días en la casa del Señor” v
20), hicieron que Ezequías obtuviera quince años más de vida.
Mera coincidencia,
pero cuando en diciembre de 2009 el cirujano cardíaco firmó el alta clínica
después de la intervención quirúrgica a la que fui sometido y en la que me
instalaron tres “bypass”, también él en tono cordial me vaticinó quince años de
garantía.
No es que tomase
en serio el pronóstico complaciente del galeno, pero sí supuso el infarto que
me llevó a la urgencia hospitalaria un aldabonazo que me alertaba de que, a
partir de aquel momento, yo entraba en una fase última y definitiva de mi vida.
Ignoro, evidentemente durante cuántos años, pero este dato es ya de por sí
irrelevante.
Tal vez por ello
los versos del poema me impactaron provocativamente.
Desde joven,
cuando he tenido ocasión, he utilizado la escritura como forma de comunicación
conmigo mismo y con el mundo exterior.
Escribir me
facilita avivar recuerdos, expresar más pulidamente los sentimientos que la
mayoría de las veces, por desmedido pudor, eludo exteriorizar.
Pero, no soy
escritor. Soy un artesano del lenguaje que hilvana palabras como un niño enlaza
piezas de un puzzle con la intención de configurar un paisaje, una imagen
colorista. En mi caso se trata de un puzzle de experiencias y sentimientos que
han ido jalonando diferentes etapas de mi vida.
Alcanzada ya la
atalaya del camino en la que se otea el largo trayecto recorrido y se vislumbra
más cercana la meta es momento propicio para reflexiones, a modo de balance
que, junto a objetivos más o menos
superados o frustrados, incluyen igualmente esperanzas y deseos para el velado
futuro.
Sin embargo, no
pretendo ahora redactar un memorándum en el que ir desglosando autobiográficamente
el relato de mi vida. ¿A quién pudiera interesar? Lo vivido, vivido está, es el
pasado que pertenece a la historia, a mi
propia íntima historia y a la historia de todas aquellas personas que han coparticipado
conmigo en el gran teatro de la vida.
Me importa el
futuro, en tanto en cuanto es un tramo del camino aún por recorrer, así como
porque en él son también protagonistas, aun después de que yo haya alcanzado la
meta, tantas personas a las que me unen entrañables lazos afectivos.
Porque mi futuro
es tan sólo un episodio temporal que se inserta en el más extenso proceso vital
de mi mujer, (así lo espero), de mis hijos, mis nietos y de todos los
familiares y amigos que me sobrevivirán.
Sin duda, desde
una perspectiva inmanente, el futuro, el camino que me resta recorrer, culmina
en su lógica meta: la muerte.
En otra ocasión he
expresado mis reflexiones y actitud ante el inexorable evento que, antes o
después, llama a nuestra puerta.
Desde la fe en
Cristo resucitado el creyente goza de una perspectiva reconfortante: la muerte
ha dejado de ser la meta definitiva.
Conservo la
homilía que el P. Félix González, ss.cc., nos dirigió a familiares y amigos el
17 de agosto de 2012 durante la celebración eucarística en memoria de mi
hermano Eugenio, fallecido meses antes.
De ella extraigo
el siguiente párrafo: “Suena un tanto
extraño emplear la palabra celebración para un acontecimiento que siempre
conlleva dolor y ausencia. Pero considerado bajo el prisma de la fe, no hay
otra manera de calificarlo. Porque en realidad de la buena, lo que celebramos
no es la muerte, sino la resurrección”.
Paulatinamente he
ido asimilando y aceptando la inevitabilidad de la muerte hacia la que nos
conducen progresivamente el deterioro físico corporal, las limitaciones
inherentes a nuestra condición material.
No es ajena a esta
actitud la serena confianza que filialmente inspiran las palabras de Jesús en
la cruz: “En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46).
A veces he pensado
y deseado que los textos litúrgicos que se leyeran durante la misa “corpore
insepulto” fueran los correspondientes a la Eucaristía de “Acción
de gracias”, según el ritual romano. Quisiera con ello eliminar todo rastro de
tristeza, lágrimas y dolor que siempre nos acompañan en la pérdida de un ser
querido.
Pero, bien
pensado, la Eucaristía
es ya, en sí misma, al margen de los textos litúrgicos leídos, la expresión más
sublime de “Acción de gracias” que la comunidad creyente pueda celebrar.
“Acción de
gracias” porque en ella se hace presencia Cristo muerto y resucitado (memorial
de la muerte y resurrección del Señor). “Acción de gracias”, en este caso también,
porque tenemos la firme convicción que “si morimos con Él, viviremos con Él” (2
Tim 2, 11)
En presencia de la
muerte, nos recordaba el P. Francisco Piñero, ss.cc., en la homilía durante el
funeral de su padre (17 de enero de 2012), se dan tres reacciones naturales: “el escepticismo, la perplejidad, o el
reconocimiento de la pobreza humana.
- El
escepticismo es la reacción de aquellos que sólo ven a través de los ojos
físicos, se quedan en la constatación de la derrota del cuerpo humano y piensan
que más allá de la muerte nos espera “tierra por encima y tierra por debajo”.
- La
perplejidad es la reacción de los que se
sublevan contra la percepción racional de la vida humana como una experiencia
apasionante pero inútil, y que no saben o bien no pueden dar un paso más allá.
- La
constatación de la pobreza es el descubrimiento y la aceptación de la grandeza
y de los límites de la existencia humana, pero que, al mismo tiempo, ponemos la
mano como un pobre que pide la ayuda de quien nos puede socorrer, comprender;
nos puede sacar de la oscuridad y nos puede dar el sentido de lo que ocurre”.
A la luz del texto de la 1ª carta de Pablo a los
corintios, continua y afirma: “Jesucristo
no ha venido a eliminar el dolor. Tampoco ha venido a explicarlo. Jesucristo ha
venido a llenarlo con su presencia”.
Deseo, de todo corazón, que esta comprensión
cristiana del “desenlace final”, inunde el espíritu de todos los que celebren
mi resurrección a la Vida,
privilegiando a los más próximos en el cariño y la amistad.
Mis reflexiones sobre la muerte, enmarcadas en el
título “Vivo sin vivir en mí…”
suscitaron que algún lector del blog
se inquietara afectuosamente por mi estado anímico o enfermedad. En aquel
momento agradecí aquella afable preocupación. Pero, no; tanto entonces, como
hoy no se trata de enfermedad alguna. Al menos no significativamente más
enfermo que lo que supone controlar, mediante la medicación prescrita, los
componentes vitales de un septuagenario.
Trato simplemente de dejar abierto el corazón para
que en el futuro, que va haciéndose presente cada día, afloren, ya
transformadas en realidades tangibles y fehacientes las esperanzas y deseos que
hoy anidan como aspiraciones y anhelos en gestación
Tal vez y hasta llegar a la meta del camino, en ese
día a día que trueca el futuro en presente, aún sea yo testigo privilegiado, al
menos en parte, de esta transformación.
Queda emplazada esta segunda parte para “Testamento
(2)”.
Salvador Egea Solórzano