miércoles, 23 de noviembre de 2011

TIEMPO DE ESPERANZA


No comparto, en absoluto, la sensación nostálgica con que algunos familiares, amigos y personas de mi entorno aguardan y celebran las fiestas navideñas. Ni siquiera cuando se arguye el pretexto de la ausencia y recuerdo de seres queridos que el ineludible discurrir del tiempo ha alejado temporal o definitivamente de nuestro lado. Ciertamente la tradición ha impregnado de un carácter familiar y entrañable estas fiestas religiosas, que, en su origen, sacralizaron la celebración del solsticio de invierno, mediante la conmemoración del nacimiento de Jesús en Belén de Judá.
Ya, en nuestros tiempos, la  vorágine consumista ha derivado en la trivialización de la conmemoración religiosa, despojándola del sentido más profundamente cristiano. Es precisamente la pérdida del carácter sacro originario que reduce el misterio  del Dios “que puso su tienda entre nosotros” (Jn 1, 14), a una superficial efemérides de luces, villancicos y grandes superficies saturadas lo que, a mi entender, induce, en gran medida, a la nostalgia  y añoranza.
Quienes son arrastrados por toda esta tramoya o son succionados por la melancólica ausencia de los seres queridos tienen el riesgo de desviar  fácilmente su mirada y atención del núcleo central del misterio de la Navidad.
Recuerdo las celebraciones navideñas de mi infancia, austeras (eran años de postguerra), aunque se permitiera un leve exceso en la mesa familiar y los Magos de Oriente dejaran algún indicio de  su raudo itinerario nocturno. La “Misa del Gallo” era lugar obligado de encuentro.
Sin duda la huella más profunda de esta etapa evolutiva la conservo del periodo que abarca mi adolescencia y primera juventud (dejo al margen de estas consideraciones mi época adulta).
El ambiente en el que desde los doce hasta los veinte años fui creciendo y fue evolucionando mi personalidad forjó en gran medida mi condición creyente.
En el internado y noviciado lasaliano el Adviento y la Navidad eran, no podían ser de otro modo, “tiempos fuertes” del año litúrgico y de la experiencia religiosa.
Desde entonces y hasta hoy, ya sexagenario, el Adviento ha sido periodo de “espera y esperanza” vivido  cristiana e intensamente. El inicio del año litúrgico rememora el ciclo de la vida, el re-nacimiento (Jn 3, 3-7), la posibilidad de escribir una nueva historia, la conversión… como actitud de “espera y esperanza” en la bondad del Padre que nos envía al Hijo, carne de nuestra carne.
El eco de las “antífonas mayores”, en su melódica versión gregoriana, resuena en mis oídos: “O Sapientia, O Adonai (…), O Emmanuel”: clamor de la comunidad cristiana por la ansiada venida del Salvador.
La natividad de Jesús abre a los creyentes el sendero de la reconciliación con el proyecto del Padre. A partir del encuentro de Dios con el hombre en la persona de Jesús de Nazaret nuestra salvación está cerca, el Reino está en medio de nosotros.
Con disposición sencilla y humilde, cual pastores de Belén, nos acercamos, en actitud de adoración, al misterio anunciado por los ángeles. Guiados por la estrella de la fe, nuevos magos de oriente, depositamos ante el recién nacido nuestros dones: disponibilidad, compromiso, solidaridad…
Esta es hoy mi Navidad. Los destellos luminosos, la fanfarria, la algarabía bulliciosa, incluso las presencias añoradas, se manifiestan impotentes para obnubilar lo esencial del misterio que la comunidad  cristiana conmemora. ¡Feliz Navidad!



San Fernando 23 de noviembre de 2011
Salvador Egea Solórzano