No me preguntéis cómo llegó. ¿Arriesgó su vida cruzando el
estrecho en uno de esos enjambres migratorios que se deslizan o naufragan en
frágiles pateras? ¿Tuvo la osadía suicida de saltar la verja de alambres de
espinos, cuchillas y mallas que configuran el perímetro fronterizo de Melilla?
No me acerqué a él. ¿Era necesario descubrir su procedencia,
su país de origen, su nombre?
Sólo unos días antes había tenido ocasión de visionar una
película documental, cuyos protagonistas relatan su experiencia personal en el
itinerario desde el África subsahariana hacia tierras españolas.
Desarraigo, jornadas agotadoras, hambre, sed, desierto, cárcel,
enfermedad, violencia, persecuciones y huidas…, riesgos todos ellos asumidos
durante meses, normalmente años, para intentar acceder al sueño europeo.
Personalicé en quien tenía ante mis ojos, delante de mí, las
historias lacerantes del documental que incisivamente me había impactado.
Sobre la acera una tela de poco más de metro cuadrado. La
mercancía se repetía alternativamente entre un “mantero” y otro: surtido de
gafas de sol y copias fraudulentas de DVD.
Los transeúntes, habituados a la escena, indiferentes,
pasaban de largo.
Permanecía en pie, apoyada fatigosamente la espalda en la
fachada de una cualquiera de las viviendas dieciochescas en los aledaños de la
”Plaza de las Flores” gaditana. Mirada cansina.
En un determinado momento, velozmente, cual felino huidizo,
tiró de las cuatro esquinas de la tela y toda la mercancía expuesta quedó
transformada en un hatillo que engulló el muestrario. Una pareja de la policía
local se acercaba, indolente, en su ronda de vigilancia. Pasados unos minutos
nuevamente el “escaparate” se mostraba al público, después de, pacientemente,
ir disponiendo sobre el lienzo la mercadería.
Antes, dirigió, una y otra vez la atención, inquieto y
temeroso, hacia el punto por donde habían desaparecido de la vista los agentes
locales.
Era un día más. Simplemente sábado, víspera del “Domingo de
Ramos”…
Salvador Egea Solórzano