miércoles, 9 de julio de 2014

EL FARISEO Y EL PUBLICANO

No hay nada tan deprimente en comunicación y redes sociales como encontrarse un día con varios centenares de email sin leer saturando la “Bandeja de entrada” del correo electrónico.
Procuro evitar esta situación. Diariamente elimino, sin abrirlos, varios correos totalmente prescindibles. Selecciono, leo los que me parecen de interés, guardo algunos en carpetas…
Hace solo unos días ha superado todos los filtros un correo singular. El archivo adjunto me sedujo, de tal forma, que no he resistido la tentación de publicarlo en el blog.
“Pudo ser un día cualquiera en una parroquia enclavada en los arrabales de una ciudad anónima.
Al atardecer, el sol estival relajaba sus ardientes rayos y una brisa tenue acariciaba el rostro de los que simplemente deambulábamos como paseo vespertino.
Las puertas del templo estaban abiertas, entré.
En el primer banco tres feligresas esperaban el inicio de la Eucaristía. Ocupé un asiento justamente detrás. La celebración comenzó puntual, a las 20:00 h.
Alguien discretamente se incorporó a la asamblea, avanzó desde el fondo, no demasiado, manteniéndose casi en segundo plano.
Con ritmo pausado, que invitaba a la reflexión, fueron discurriendo los “Ritos iniciales”, “Liturgia de la Palabra”…
Tan reducido número de participantes hizo posible que, respondiendo a la invitación del sacerdote, nos diéramos, como hermanos, la paz con un beso o  abrazo.
Desde el lugar retirado en el que había permanecido, la última participante se aproximó. Con timidez extendió el brazo en actitud de estrechar la mano. Espontáneamente no discriminé, nos dimos el beso de paz.
Nos acercamos a comulgar. Ella continuó sentada. En aquel momento sentí que en la comunión algo faltaba: un vacío impedía cerrar totalmente el círculo de fraternidad.
Terminada la Eucaristía, persistió, esta vez arrodillada, en humilde y profunda actitud orante.
Yo abandoné el templo rumiando en mi cabeza la parábola “El fariseo y el publicano” (Lc 18,9-14).
Tendré que ir despojándome de tanta arrogancia y altivez. ¿Habré salido justificado?”.


Salvador Egea Solórzano