Calificamos y
clasificamos ya en la primera infancia, aunque no acertemos a verbalizar
nuestras valoraciones. Es un elemento más en el proceso de aprendizaje.
Desde la
incipiente experiencia infantil nuestro vocabulario se enriquece con un sin
número de categorías que referimos a objetos y personas: necesario,
prescindible; útil, inadecuado; lucrativo, ruinoso; fascinante, repelente…
Nuestro cerebro se
configura y estructura de tal modo que, llegado el momento, catalogamos,
encasillamos y jerarquizamos, a menudo, instintivamente.
¡Cuántas veces
sobre todo jóvenes y adultos hemos
rectificado, impulsados por la evidencia, apreciaciones con que etiquetamos fácilmente
sin más análisis previo!
Los años y la vida ayudan a relativizar juicios
apriorísticos y estimaciones basadas en criterios nada objetivos.
Observar
cuidadosamente y ser capaz de tamizar criterios aparentemente indiscutibles nos
ayuda a ser más comprensivos y, a la postre, hasta más humanos.
Estas cavilaciones
afloraban en mi mente mientras mis ojos cautivos contemplaban a la recién
nacida nieta Candela.
¿Qué tendrían que
ver tales elucubraciones pseudofilosóficas con el primer regalo que recibía en
la pasada Navidad?
Candela llegó a
los brazos de quienes la esperábamos expectantes el 15 de diciembre pasado a
las 5:05 h. Abundante cabellera negra y unos ojos que se abrieron pronto a la
vida la singularizaban respecto a su hermana.
El 24 de febrero
de 2011 nació Lola. En unos días cumplirá tres años. Los kilómetros que nos distancian
no han impedido que haya podido seguir su evolución desde bebé hasta la
fantasiosa, mimosa y vivaracha princesa (perdón, no quiere que la llamen
princesa) que gozosamente me sorprende cada vez que llega la ocasión de
estrecharla en un abrazo.
Entre Lola y
Candela, Pablo. Madrileño, “Pichi”, como cariñosamente he escuchado decir al
padre. Nacido el 26 de agosto, tan sólo unos meses se anticipó a Candela. Tenía
prisa por integrarse en la familia.
¡Qué rápidamente
se ha incrementado la prole! ¡En qué poco tiempo he llegado a abuelo de tres
nietos!
Ahora que cada
mañana al despertar los atraigo a mi recuerdo soy incapaz de sentenciar quien
de los tres es el primero.
He aquí una de
esas categorías que me rechinan como si sólo rememorarla produjera la repulsa
de la jerarquización y clasificaciones a las que me refería al principio de
estas líneas.
Con razonamiento
cronológico intentarán convencerme, aludiendo a la evidencia, que hay una
jerarquía: Lola, Pablo, Candela.
Pero a mis años y
en calidad de abuelo justifico mi rechazo a cualquier orden, rango y escalafón.
Ya mi cerebro está
desestructurado, ya no concibo ni entiendo tantas declaraciones y asertos
categóricos, ya prefiero quedarme con el corazón abierto: sensaciones,
sentimientos, emociones…
¿En función de qué
criterios voy a jerarquizar lo que mi corazón experimenta como irrepetible e
injerarquizable?
Lola será siempre
Lola, Pablo será siempre Pablo, Candela será siempre Candela. Mi corazón no entiende de rangos ni
jerarquías.
“Hipertrofia del
ventrículo izquierdo” han dictaminado los galenos hace ya muchos años. Yo creo
que si los modernos artilugios de diagnósticos (T.A.C., Resonancia Magnética)
fueran más eficientes escudriñadores descubrirían que desde hace tres años es
mi corazón entero el que está hipertrofiado, pues cada uno de mis nietos llena
por completo la cavidad cardíaca. Y en ella Lola, Pablo y Candela intuyen un
personal e intransferible ¡te quiero!
Salvador Egea
Solórzano