sábado, 6 de abril de 2013

“BIENAVENTURADA LA QUE HA CREÍDO…” Lc 1, 45




Nunca he estado integrado en el ámbito cofrade. Mis recuerdos me retrotraen a la infancia, callejeando los itinerarios de las veteranas cofradías isleñas: “Estudiantes”, “los Olivos”, “la Columna y Medinaceli”, “la Caridad”, “el Silencio”…, desde “el Cristo” hasta “San Francisco”, “la Pastora”, la “Iglesia Mayor”…

Aquellas imágenes de largas filas de nazarenos que preceden a los “pasos” permanecen grabadas en la memoria con olor a incienso, colorido de túnicas y estandartes y acordes musicales de marchas procesionales. Todo como si no hubieran transcurrido seis décadas.

Junto a la evocación de lo percibido a través de los sentidos, también ocupan un espacio reservado los sentimientos religiosos que la educación recibida y la atmósfera envolvente alentaban.

Hace muchos años que no había vuelto a realizar los recorridos de la infancia. Algún resorte interior me ha impulsado en esta ocasión a contemplar una salida procesional.

Había de antiguo cierta reticencia por mi parte hacia esta expresión religiosa popular. Mi análisis se quedaba en lo más superficial del acontecimiento, incluso prejuzgando actitudes y sentimientos personales, sin alcanzar elementos más objetivos y profundos que descubrieran la autenticidad de la experiencia religiosa de los integrantes de las hermandades.

A este distanciamiento, tal vez, contribuyera lo que públicamente se ha criticado, a veces desde el mismo mundo cofrade, aludiendo a “actitudes poco respetuosas del público hacia las cofradías” (“Diario de Cádiz”, jueves, 28 de marzo de 2013).

He leído en la prensa escrita y escuchado durante los días pasados en los medios televisivos, opiniones divergentes sobre esta manifestación de religiosidad popular. En algún caso se ha llegado incluso a la caricatura despreciativa e hiriente, sin medir adecuadamente el alcance de las opiniones vertidas, que parecen buscar el aplauso fácil de una audiencia predispuesta.

En mi caso los años han ido flexibilizando actitudes rígidas y dogmáticas, a medida que he ido saliendo de mi mismo, acercándome al otro en disposición receptiva e integradora.

La experiencia de fe no es unívoca y en lo recóndito de cada creyente está la clave que certifica la autenticidad de su creencia y conducta, asumiendo como básica referencia el evangelio de Jesús.

Admiro y quedo anonadado personalmente ante la firme convicción religiosa expresada en la manifestación de fe del grupo de gente sencilla que procesiona tras los “pasos”.
Es posible que haya que depurar algunos elementos que contrastan con la sencillez evangélica y potenciar, en el intervalo anual, otras actividades de orden formativo y catequético. En ello  están comprometidos, año tras años, las juntas directivas de las hermandades.

Pero hoy prefiero destacar, en estas reflexiones, el testimonio de fe, que sin alardes de ningún tipo, he recibido del pueblo llano. También estas vivencias transmitidas con la sola presencia es una catequesis para quienes con mirada limpia y transparente, con ojos de fe, nos hemos acercado a contemplar los desfiles procesionales.



Salvador Egea Solórzano