domingo, 1 de septiembre de 2013

PABLO



 
Plácidamente duerme en el moisés, dispuesto con diligencia y mimo por sus primerizos mamá y papá, Cristina y Luis. Saciado después de ser amamantado en una efusiva imagen en la que hijo y madre se funden en una  alegoría inefable, única.
Hoy, treinta y uno de agosto, día en el que redacto estas líneas, no ha cumplido aún una semana. Han pasado tan sólo cuatro jornadas desde que Pablo, mi nieto, expresó con el primer llanto su amanecer entre nosotros.
Sentado, muy cercano al moisés, como en un palco privilegiado, transcurre el tiempo, fijos mis ojos, pendiente mi mirada de su sueño reconfortante. En algún momento, durante segundos, agita instintivamente los brazos queriendo reafirmar su presencia. “Estoy aquí”, le digo mudamente, acercando mi dedo meñique al que se aferra buscando seguridad y protección.
Mientras contemplo absorto la fragilidad de Pablo mi mente bulle de recuerdo en recuerdo, de proyecto en proyecto, de deseo en deseo, como queriendo atrapar el tiempo y configurarlo a mi medida, a mi ansia de vivir  y no perderme nunca nada, ningún instante, ningún hito de la historia incipiente de mi nieto.
Su nacimiento no tuvo en cuenta las necias previsiones. Cambié con urgencia los billetes del “Alvia”. La “alta velocidad” parecía lentísima para acercar Cádiz a Madrid. Imposible que los kilómetros se redujeran a metros, tal vez a decámetros… Lo esperaba y paradójicamente fue Pablo quien me estaba esperando en el regazo materno.
Seguro que mi presencia de hoy jamás se difuminará perdida en los recodos del espacio y el tiempo. El afecto no queda limitado por  categorías espacio-temporales.
He vuelto a contemplarlo esta tarde. Nuevamente he acercado mi mano hasta que ha aprisionado mi dedo. He querido que, a través del contacto físico, se estableciera un canal que transmitiera imperceptiblemente todo el legado de familia, toda la ternura de generaciones. Sí, ya sé que la genética confirma lazos imperecederos. Pero no se trata de esta herencia genética que la naturaleza se encarga por sí misma de transferir. El cariño, los buenos augurios se perciben y reciben por cauces no regidos por normas y leyes inexorables.
Cuando algún día, Pablo, el distanciamiento físico sea lamentablemente una ineludible realidad, yo te sentiré a mi lado, muy dentro de mí, porque mis ojos fatigados, pero incisivos, han penetrado hasta tu corazón y allí, con el fuego del cariño, ha quedado grabada la mirada tierna y complacida del abuelo Salvador.
Salvador Egea Solórzano