viernes, 7 de octubre de 2011

¡VIVO SIN VIVIR EN MÍ...!

“VIVO SIN VIVIR EN MÍ…”
(Reflexiones sobre la muerte)

          “Vivo sin vivir en mí…” Cualquier estudiante de literatura española ha leído el poema de Teresa de Ávila y posiblemente ha quedado sorprendido por la paradoja mística “muero porque no muero”.  He recordado infinidad de veces estos versos grabados en la memoria desde que, estudiante de bachillerato, en la lejana adolescencia, me llamaran poderosamente la atención.
          Hoy los he evocado nuevamente cuando me he dispuesto a reflexionar sobre sombras escatológicas que últimamente afloran en mi mente con mayor frecuencia e intensidad: Tal vez haberme aproximado intempestivamente a los umbrales de la muerte en diciembre de 2009, quizás simplemente el rutinario devenir de los días y los años que me impulsan a bordear de manera ineludible ya la década de los 70.
          Mi cotidiano deambular itinerarios indefinidos hizo que me encontrara, hace unas jornadas, cerca del camposanto. La hornacina donde descansan los restos familiares se ubica a escasos metros de la entrada. Me detuve delante de la lápida con la leyenda, expreso deseo materno, “Familia Egea Solórzano”. Siempre me impone la lectura de mis dos apellidos sobre el frío mármol. Interiormente exclamé: ¡Qué pronto nos reencontraremos! No, no era un afectado presentimiento. El cirujano que consumadamente me instaló tres “bypass” pretendió tranquilizar mi angustia y preocupación otorgando a su excelente trabajo quince años de garantía. No era, evidentemente, para tomarlo en serio, pues, de todas formas, estaba fijando ya un plazo terminal. Mi sorda exclamación ante la lápida familiar tampoco expresaba, por supuesto, el deseo inconfeso de abreviar tiempos. Más bien  la sensación de sentirme escalador, próximo a alcanzar la cumbre y con la franquicia para otear desde mirador tan privilegiado el proceso de escalada. ¡Con qué rapidez ha transcurrido todo! ¡Qué vorágine de acontecimientos!
          Desde muy joven y en múltiples ocasiones me he codeado con la experiencia de la muerte: familiares, amigos, personas de relación muy próxima… Recuerdo que mi acercamiento, por vez primera, a un recién fallecido no suscitó en mí estremecimiento, zozobra u opresión. Fue un anciano religioso lasaliano. Junto a él vislumbré la expresión del durmiente. Percibí el silencio, la paz, la serenidad… Idénticas sensaciones me dominaron en situaciones similares, singularmente junto a los cuerpos inertes de mi suegra y mi madre (no pude estar presente en el fallecimiento y sepelio de mi padre).
          Fueron años en los que reflexionar sobre la muerte siempre tenía un sujeto ajeno (¡la presentía, en mi caso, tan lejana!). Si, en ocasiones, reconducía las cavilaciones hacia mí mismo, tal vez por ese apreciado alejamiento, no experimentaba aprensión alguna. Sencillamente me reafirmaba: “¡Algún día llegará!”.
          El presentimiento de lejanía me inducía incluso a la falsa sensación de no tener excesivo apego a la vida. Me confortaban la fe y esperanza cristianas. Evidentemente estos sentimientos no alcanzaban a emular a Teresa de Ávila. En lo que a mí concierne, pienso ahora, pasaba de puntillas sobre la realidad a la que todo ser humano está abocado.
          Hoy el escalador augura tan cercana la cima que tiene que desdecirse de erróneas sensaciones. Ciertamente manifiesto apego a la vida. No, no recibiría a “la hermana muerte” (expresión de Francisco de Asís) con los brazos abiertos.  A lo más, un arisco conformismo ante lo ineludible, aun manteniendo intactas las creencias cristianas. ¡Qué escasa experiencia de fe!, me increpo a mí mismo.
          Aquel aserto, atribuido al poeta cubano José Martí: "Hay tres cosas que cada persona debería hacer durante su vida: plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro" parece que lo he ejercitado cumplida y sobradamente. Por tal motivo, en este contexto, ¿qué espero ya?
          Unos y otros proyectos, deseos e ilusiones se disponen y disputan los lugares afortunados en la relación de “asuntos pendientes”. ¿Son reales o tal vez  encubierta justificación  que, pretendidamente, excusan mi rechazo a la muerte?
          En esta encrucijada me encuentro: por una parte esos lazos familiares, afectivos que me aferran,  esas apetencias de propósitos y aspiraciones que me afianzan y retienen; por otra la sensación de obra cumplida…
          En la coyuntura me pregunto: ¿es legítima y ética la autocomplacencia en estas elucubraciones? Cuando, sin necesidad de atisbar horizontes lejanos, basta abrir con  algo de sensibilidad los ojos y dirigir la mirada a nuestro ámbito más próximo observando tantas experiencias límites ¿qué sentido tiene la desmesurada preocupación por la propia muerte?
Quiero responderme a mí mismo que sigo estando, como nunca he dejado de estar, en las manos del Padre y que esta etapa que resta como escalador para alcanzar la cima sólo obtendrá sentido y plenitud si en lugar de considerar tan exhaustivamente mi personal proceso de escalada dedico tiempo y esfuerzo extendiendo el brazo a todo compañero de aventura y de cordada.

San Fernando 27 de septiembre de 2011
Salvador Egea Solórzano

¡ABUELO!

¡ABUELO!
(a Lolita, a todos los abuelos)

          El 24 de febrero pasado nació Lolita. Alguien captó la imagen en que, por primera vez, acogía entre los brazos a mi nieta. Hoy, como tantas veces, dirijo mis ojos hacia la foto enmarcada, obsequio en mi reciente cumpleaños.
          Evoco aquel instante. Rememoro emociones, sentimientos… ¡Abuelo!
         ¡Qué lejanos ya los días en que había vivido la propia e inefable experiencia de paternidad!
          Tuve la convicción que, de alguna forma, mi vida tenía continuidad, me reencontraba, me reconocía, no precisamente en los rasgos físicos, en mi nieta recién nacida. Los que me rodeaban comentaban posteriormente el indefinido tiempo que mantuve mi mirada, mi atención, todas mis facultades, pendientes, dirigidas hacia Lolita.
          Tal vez sea la perspectiva de los años, las experiencias acumuladas desde tan diversos ámbitos, pero recuerdo sensaciones que afloraron entonces y de las que no soy consciente tuviera en los momentos de la paternidad.  ¡Qué extrema fragilidad entre mis brazos! ¡Qué absoluta dependencia! ¡Qué lazos tan sutiles, pero, al mismo tiempo, tan potentes, tan resistentes a cualquier contingencia vinculaban la recién nacida con los padres, pero también con cuantos adultos la acogimos expectantes y con cariño!
          Si Jesús de Nazaret atrajo hacia sí a los niños, apeló a nuestra transformación y regeneración mostrándonoslos como paradigma e instó a sus discípulos que dirigieran sus plegarias diciendo: “Padre nuestro…”, es, sin duda alguna, porque en la fragilidad y dependencia del niño descubrió encarnada nuestra indigencia y nuestra relación filial con el Padre.
          Estas reflexiones reactivaron e hicieron que reasumiese con mayor intensidad la sensación de sentirme desvalido y con la ineludible necesidad de dirigir mis ojos y elevar mis brazos al Padre.
          Por ello el nacimiento de mi nieta lo viví como experiencia de oración, no sólo de agradecimiento por el nuevo vástago en la familia, sino también porque fue ocasión de reconocer la presencia del Padre en nuestras vidas.

Salvador Egea Solórzano