lunes, 17 de marzo de 2014

TESTAMENTO (1)

“Levantan y enrollan mi vida
como una tienda de pastores.
Como un tejedor devanaba yo mi vida,
y me cortan la trama” Is 38, 12

No recuerdo el día, las circunstancias… Sí permanece hondamente impresa en mi memoria la huella que grabó la lectura del breve texto del profeta Isaías. He querido por ello que introdujera estas líneas.
La belleza literaria de las imágenes me cautivó. Expresan con elocuencia poética el estado anímico del hombre que presiente el final de sus días.
Al término de los capítulos pertenecientes al primer Isaías, el profeta pone en boca de Ezequías, rey de Judá, un poema elegíaco en el que se lamenta y muestra desconcierto ante el anuncio de su próxima muerte.
La intervención del profeta, las lágrimas del rey, la oración y la confianza en Yavé (“Sálvame,  Señor,  y  tocaremos  nuestras  arpas todos los días en la casa del Señor” v 20), hicieron que Ezequías obtuviera quince años más de vida.
Mera coincidencia, pero cuando en diciembre de 2009 el cirujano cardíaco firmó el alta clínica después de la intervención quirúrgica a la que fui sometido y en la que me instalaron tres “bypass”, también él en tono cordial me vaticinó quince años de garantía.
No es que tomase en serio el pronóstico complaciente del galeno, pero sí supuso el infarto que me llevó a la urgencia hospitalaria un aldabonazo que me alertaba de que, a partir de aquel momento, yo entraba en una fase última y definitiva de mi vida. Ignoro, evidentemente durante cuántos años, pero este dato es ya de por sí irrelevante.
Tal vez por ello los versos del poema me impactaron provocativamente.
Desde joven, cuando he tenido ocasión, he utilizado la escritura como forma de comunicación conmigo mismo y con el mundo exterior.
Escribir me facilita avivar recuerdos, expresar más pulidamente los sentimientos que la mayoría de las veces, por desmedido pudor, eludo exteriorizar.
Pero, no soy escritor. Soy un artesano del lenguaje que hilvana palabras como un niño enlaza piezas de un puzzle con la intención de configurar un paisaje, una imagen colorista. En mi caso se trata de un puzzle de experiencias y sentimientos que han ido jalonando diferentes etapas de mi vida.
Alcanzada ya la atalaya del camino en la que se otea el largo trayecto recorrido y se vislumbra más cercana la meta es momento propicio para reflexiones, a modo de balance que,  junto a objetivos más o menos superados o frustrados, incluyen igualmente esperanzas y deseos para el velado futuro.
Sin embargo, no pretendo ahora redactar un memorándum en el que ir desglosando autobiográficamente el relato de mi vida. ¿A quién pudiera interesar? Lo vivido, vivido está, es el pasado que pertenece a la historia, a  mi propia íntima historia y a la historia de todas aquellas personas que han coparticipado conmigo en el gran teatro de la vida.
Me importa el futuro, en tanto en cuanto es un tramo del camino aún por recorrer, así como porque en él son también protagonistas, aun después de que yo haya alcanzado la meta, tantas personas a las que me unen entrañables lazos afectivos.
Porque mi futuro es tan sólo un episodio temporal que se inserta en el más extenso proceso vital de mi mujer, (así lo espero), de mis hijos, mis nietos y de todos los familiares y amigos que me sobrevivirán.
Sin duda, desde una perspectiva inmanente, el futuro, el camino que me resta recorrer, culmina en su lógica meta: la muerte.
En otra ocasión he expresado mis reflexiones y actitud ante el inexorable evento que, antes o después, llama a nuestra puerta.
Desde la fe en Cristo resucitado el creyente goza de una perspectiva reconfortante: la muerte ha dejado de ser la meta definitiva.
Conservo la homilía que el P. Félix González, ss.cc., nos dirigió a familiares y amigos el 17 de agosto de 2012 durante la celebración eucarística en memoria de mi hermano Eugenio, fallecido meses antes.
De ella extraigo el siguiente párrafo: “Suena un tanto extraño emplear la palabra celebración para un acontecimiento que siempre conlleva dolor y ausencia. Pero considerado bajo el prisma de la fe, no hay otra manera de calificarlo. Porque en realidad de la buena, lo que celebramos no es la muerte, sino la resurrección”.
Paulatinamente he ido asimilando y aceptando la inevitabilidad de la muerte hacia la que nos conducen progresivamente el deterioro físico corporal, las limitaciones inherentes a nuestra condición material.
No es ajena a esta actitud la serena confianza que filialmente inspiran las palabras de Jesús en la cruz: “En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46).
A veces he pensado y deseado que los textos litúrgicos que se leyeran durante la misa “corpore insepulto” fueran los correspondientes a la Eucaristía de “Acción de gracias”, según el ritual romano. Quisiera con ello eliminar todo rastro de tristeza, lágrimas y dolor que siempre nos acompañan en la pérdida de un ser querido.
Pero, bien pensado, la Eucaristía es ya, en sí misma, al margen de los textos litúrgicos leídos, la expresión más sublime de “Acción de gracias” que la comunidad creyente pueda celebrar.
“Acción de gracias” porque en ella se hace presencia Cristo muerto y resucitado (memorial de la muerte y resurrección del Señor). “Acción de gracias”, en este caso también, porque tenemos la firme convicción que “si morimos con Él, viviremos con Él” (2 Tim 2, 11)
En presencia de la muerte, nos recordaba el P. Francisco Piñero, ss.cc., en la homilía durante el funeral de su padre (17 de enero de 2012), se dan tres reacciones naturales: “el escepticismo, la perplejidad, o el reconocimiento de la pobreza humana.
 - El escepticismo es la reacción de aquellos que sólo ven a través de los ojos físicos, se quedan en la constatación de la derrota del cuerpo humano y piensan que más allá de la muerte nos espera “tierra por encima y tierra por debajo”.
- La perplejidad  es la reacción de los que se sublevan contra la percepción racional de la vida humana como una experiencia apasionante pero inútil, y que no saben o bien no pueden dar un paso más allá.
- La constatación de la pobreza es el descubrimiento y la aceptación de la grandeza y de los límites de la existencia humana, pero que, al mismo tiempo, ponemos la mano como un pobre que pide la ayuda de quien nos puede socorrer, comprender; nos puede sacar de la oscuridad y nos puede dar el sentido de lo que ocurre”.
A la luz del texto de la 1ª carta de Pablo a los corintios, continua y afirma: “Jesucristo no ha venido a eliminar el dolor. Tampoco ha venido a explicarlo. Jesucristo ha venido a llenarlo con su presencia”.
Deseo, de todo corazón, que esta comprensión cristiana del “desenlace final”, inunde el espíritu de todos los que celebren mi resurrección a la Vida, privilegiando a los más próximos en el cariño y la amistad.
Mis reflexiones sobre la muerte, enmarcadas en el título “Vivo sin vivir en mí…” suscitaron que algún lector del blog se inquietara afectuosamente por mi estado anímico o enfermedad. En aquel momento agradecí aquella afable preocupación. Pero, no; tanto entonces, como hoy no se trata de enfermedad alguna. Al menos no significativamente más enfermo que lo que supone controlar, mediante la medicación prescrita, los componentes vitales de un septuagenario.
Trato simplemente de dejar abierto el corazón para que en el futuro, que va haciéndose presente cada día, afloren, ya transformadas en realidades tangibles y fehacientes las esperanzas y deseos que hoy anidan como aspiraciones y anhelos en gestación
Tal vez y hasta llegar a la meta del camino, en ese día a día que trueca el futuro en presente, aún sea yo testigo privilegiado, al menos en parte, de esta transformación.
Queda emplazada esta segunda parte para “Testamento (2)”.


Salvador Egea Solórzano