martes, 30 de abril de 2013

EFFETÁ



Hace ya algún tiempo me insisten reiteradamente: “Tienes que ir al otorrino”. Con firme presunción, mezcla de cariño y cierta dosis de: “¿ves como tenemos razón?”, mi familia me urge para que verifique la pérdida de capacidad auditiva.

Dejo pasar el tiempo y mi tozudez parece un acicate para animar su afectuoso empecinamiento.

Yo suelo salir al paso sentenciando que soy “sordo selectivo”, tal vez debiera decir “ocasional”, lo que, en determinadas coyunturas, no deja de ser una concesión para justificar algunos “olvidos” más o menos intencionados.

El tiempo y el envejecimiento son factores inexorables y soy consciente de que mi agudeza auditiva decrece, sin haber llegado al extremo de impedir la interrelación personal y la comunicación.

De momento no constituye un problema prioritario, ante otros chequeos facultativos más apremiantes.

Como la degradación sensorial, que acompaña al paso de los años, no suele afectar sólo a uno de los sentidos corporales, también mi agudeza visual se resiente, si bien, en este caso, la atención a la miopía y presbicia ha sido más temprana e inmediata.

Vista y oído son dos ventanas que nos abren al exterior, aunque, a veces, ensimismados en nosotros mismos, nos empeñemos en que permanezcan cerradas.

Así, ciegos y sordos, por decisión propia, a lo que acontece a nuestro alrededor, también nuestra sensibilidad a las circunstancias y problemas extraños decae, como si lo ajeno a nosotros constituyera una película que visionamos, simples espectadores de una realidad que no nos implica en absoluto.

Intento que la degeneración de mis órganos sensoriales no induzca a la insolidaridad y al aislamiento. Jueces, respecto a estas actitudes, dictarán sentencia en el ámbito en el que me desenvuelvo.

Pero cierto es que llega el momento en que todo el bagaje de lo que hemos percibido año tras año y que constituye, en gran medida, nuestra experiencia vital, nos permite relativizar; aventar lo importante de lo accesorio y secundario; conservar lo significativo y sustancial; orillar y olvidar lo accidental.

Es como si la mirada se dirigiera ahora hacia lo recóndito de uno mismo y la sensibilidad auditiva permaneciera atenta al murmullo interior, que no deja de ser caja de resonancia de lo vivido  y de lo que contemplamos en nuestro entorno.

Y es así que la introversión induce a la reflexión y a rumiar sosegadamente unas y otras vivencias dándole a los días un sentido más íntegro y trascendente.

En esta tesitura advienen a mi mente las curaciones del sordomudo en territorio fenicio, escena narrada por el evangelista Marcos (Mc 7,31-37) y del ciego de la piscina de Siloé (Jn 9,1-41).

En ambos casos el sentido profundo del relato va más allá de la simple sanación física. Se trata de, como personas, abrirnos a la trascendencia y reconocer a Jesús, Profeta e Hijo de Dios.

El suspiro e invocación de Jesús: “Effetá”, sólo admite una reacción válida y consecuente: “Creo, Señor”.

Ante el paulatino ocaso inevitable de las propias facultades, no pretendo el proceso de la regeneración física, sino más bien el milagro de que la alegoría del deterioro auditivo y visual sea ocasión propicia de impulsar mayor agudeza para, desde la fe, descubrir el genuino y definitivo sentido de la existencia.



Salvador Egea Solórzano