Hace ya algún
tiempo me insisten reiteradamente: “Tienes que ir al otorrino”. Con firme
presunción, mezcla de cariño y cierta dosis de: “¿ves como tenemos razón?”, mi
familia me urge para que verifique la pérdida de capacidad auditiva.
Dejo pasar el
tiempo y mi tozudez parece un acicate para animar su afectuoso empecinamiento.
Yo suelo salir al
paso sentenciando que soy “sordo selectivo”, tal vez debiera decir “ocasional”,
lo que, en determinadas coyunturas, no deja de ser una concesión para justificar
algunos “olvidos” más o menos intencionados.
El tiempo y el
envejecimiento son factores inexorables y soy consciente de que mi agudeza
auditiva decrece, sin haber llegado al extremo de impedir la interrelación
personal y la comunicación.
De momento no
constituye un problema prioritario, ante otros chequeos facultativos más
apremiantes.
Como la
degradación sensorial, que acompaña al paso de los años, no suele afectar sólo
a uno de los sentidos corporales, también mi agudeza visual se resiente, si
bien, en este caso, la atención a la miopía y presbicia ha sido más temprana e
inmediata.
Vista y oído son
dos ventanas que nos abren al exterior, aunque, a veces, ensimismados en
nosotros mismos, nos empeñemos en que permanezcan cerradas.
Así, ciegos y
sordos, por decisión propia, a lo que acontece a nuestro alrededor, también
nuestra sensibilidad a las circunstancias y problemas extraños decae, como si
lo ajeno a nosotros constituyera una película que visionamos, simples
espectadores de una realidad que no nos implica en absoluto.
Intento que la
degeneración de mis órganos sensoriales no induzca a la insolidaridad y al
aislamiento. Jueces, respecto a estas actitudes, dictarán sentencia en el
ámbito en el que me desenvuelvo.
Pero cierto es que
llega el momento en que todo el bagaje de lo que hemos percibido año tras año y
que constituye, en gran medida, nuestra experiencia vital, nos permite
relativizar; aventar lo importante de lo accesorio y secundario; conservar lo
significativo y sustancial; orillar y olvidar lo accidental.
Es como si la
mirada se dirigiera ahora hacia lo recóndito de uno mismo y la sensibilidad
auditiva permaneciera atenta al murmullo interior, que no deja de ser caja de
resonancia de lo vivido y de lo que
contemplamos en nuestro entorno.
Y es así que la
introversión induce a la reflexión y a rumiar sosegadamente unas y otras
vivencias dándole a los días un sentido más íntegro y trascendente.
En esta tesitura
advienen a mi mente las curaciones del sordomudo en territorio fenicio, escena
narrada por el evangelista Marcos (Mc 7,31-37) y del ciego de la piscina de
Siloé (Jn 9,1-41).
En ambos casos el
sentido profundo del relato va más allá de la simple sanación física. Se trata
de, como personas, abrirnos a la trascendencia y reconocer a Jesús, Profeta e
Hijo de Dios.
El suspiro e
invocación de Jesús: “Effetá”, sólo admite una reacción válida y consecuente:
“Creo, Señor”.
Ante el paulatino
ocaso inevitable de las propias facultades, no pretendo el proceso de la
regeneración física, sino más bien el milagro de que la alegoría del deterioro
auditivo y visual sea ocasión propicia de impulsar mayor agudeza para, desde la
fe, descubrir el genuino y definitivo sentido de la existencia.
Salvador Egea
Solórzano