miércoles, 7 de noviembre de 2012

¡NO RESPIRE..., RESPIRE!



El día amaneció plomizo, el cielo encapotado, como habían vaticinado los oráculos meteorológicos. La lluvia arreció desde muy temprana la mañana. Un taxi nos trasladó desde “Cerro del Águila” hasta “Ronda de Capuchinos”, cruzando Sevilla de Este a Oeste. Fin de carrera en la clínica CERCO (Centro radiológico computerizado), ubicada en la manzana que acoge los servicios hospitalarios de la “Cruz Roja” sevillana.
Días antes había superado el trámite de la rutinaria consulta cardiológica: tensión arterial, electro y ecocardiograma… revelaban valores normales para un paciente con síndrome coronario agudo y triple bypass aortocoronario.
Era consciente, pues estaba advertido desde la anterior revisión cardiológica, que me esperaba la prescripción de una nueva prueba diagnóstica: TAC coronario.
La ciencia médica ha progresado enormemente en todos los ámbitos y significativamente en el referente a enfermedades coronarias.
Las nuevas técnicas de diagnosis y la cirugía cardíaca logran reanimar pacientes con cardiopatías severas y que hace unas décadas posiblemente hubieran fallecido desahuciados.
La arterioesclerosis y el infarto de miocardio, herencia genética, que dos de mis hermanos y yo mismo logramos vencer hasta el momento, segaron la vida súbitamente de nuestro padre. Había cumplido 47 años pocos meses después de iniciada la década de los 60 del siglo pasado.
Tenía referencias próximas de este tipo de pruebas: TAC y Resonancia magnética. No obstante, era la primera vez que yo iba a ser sometido a una de ellas.
El “síndrome de bata blanca” me traiciona siempre que, como paciente, acudo a un hospital o he de afrontar cualquier examen clínico. He tenido múltiples ocasiones ya, debido a afecciones y achaques, de exhibir la tensión nerviosa específica del “síndrome”.
No hubo excepción cuando a requerimiento del enfermero, seguí sus pasos y franqueada la puerta, tras recorrer un pequeño pasillo me indicó el reducido habitáculo, alrededor de un metro cuadrado, en el que debía esperar al cardiólogo especialista, bajo cuyo control se realizaría el TAC. El ritmo cardíaco, gracias a la medicación a la que soy fiel y constante, era  propicio para la prueba, afirmó.
Nuevamente el enfermero condujo mis pasos hacia la aséptica sala, cuya primera impresión, creo, ya acentuó la tensión y el ritmo cardíaco.
En situaciones semejantes no tengo reparo alguno en comunicar al personal que me atiende que no es el frío justamente lo que me causa el estremecimiento. Así lo transmití a la enfermera que me ofertaba una pequeña manta para cubrirme. Decliné el ofrecimiento.
Dispuesto los preparativos comenzó la sesión: ¡No respire…, respire! ¡No respire…, respire!, una y otra vez.
Me habían advertido que el contraste inyectado produciría calor momentáneo que yo percibí en la zona pélvica, tal como me anunciaron, y en las yemas de los dedos.
Mi preocupación en aquellos momentos no era otra que cumplidamente adecuar mi respiración a la directriz que resonaba alternativa desde el altavoz: ¡No respire…, respire! No había lugar para otras reflexiones y pensamientos.
Cuando observé que la máquina había cumplido su función, transcurrido  unos veinte minutos, ansiaba que se abriera la puerta y que alguien me informara que  podía incorporarme. Realmente resultó molesta la postura, tendido en la plataforma con los brazos dispuestos rígidamente hacia atrás.
Más relajado desanduve los primeros pasos hasta la recepción y sala de espera. ¡Todo había terminado ya!  ¿Todo?
Me entregarían el informe al cabo de, aproximadamente, dos horas. Una vez en mis manos abrí el sobre sin demora. Me precipité. Fui excesivamente atrevido al sacar mis propias conclusiones, siendo profano, y ello determinó que durante algún tiempo la angustia me oprimiera. “Árbol coronario nativo severamente enfermo. Los tres bypass se encuentran permeables y sin datos de reestenosis”. Mis deducciones fueron erróneas. Estaba realmente equivocado.
Hoy redacto estas líneas en espera de la interpretación y recomendaciones que mañana jueves recibiré de mi cardiólogo.



Salvador Egea Solórzano