sábado, 16 de febrero de 2013

PROFETA




Repuesto de la sorpresa causada por la noticia de la insólita dimisión del Papa me permito añadir estas breves líneas al cúmulo de comentarios e interpretaciones de plumas, sin duda, mucho más autorizadas que la mía.

He leído, en los pocos días que median entre hoy y el pasado anuncio de la dimisión papal, más de una decena de reflexiones.

La perspectiva de cada autor determina las conclusiones, como es lógico.

Yo, cristiano de a pie, sin ninguna mayor acreditación, pretendo simplemente dejar constancia escrita de mis personales sensaciones.

La información me llegó, sentado delante del ordenador, de la boca de mi hijo, que, residente en Madrid, pasaba unos días de vacaciones en casa.

Recordé que, justamente esa misma mañana, lunes de carnaval, habíamos callejeado en Cádiz la zona por donde discurre el carrusel de coros.

Me llamó la atención, sin darle mayor importancia, los panfletos que bordeaban una de las bateas y que aludían a la dimisión con el ingenio propio de esta tierra gaditana.

No tomé en serio a mi hijo hasta que puso ante mis ojos lo que ya circulaba por la red.

He leído y conservo en casa las encíclicas de Benedicto XVI. En la comunidad parroquial de la que soy miembro, hemos reflexionado conjuntamente y comentado “Caritas in veritate”. En el momento de atender la información de mi hijo acababa de leer el “Mensaje del Papa con ocasión de la Cuaresma”, de modo que me dispuse a redactar una breve glosa ocasional en facebook.

Atraído por la Cristología he leído también los tres libros publicados últimamente por Joseph Ratzinger sobre Jesús de Nazaret.

Estas y otras lecturas han ido configurando en mí una imagen de Benedicto XVI más real y atrayente que aquella con que recibí el anuncio de su promoción al pontificado.

El tránsito del cardenal Ratzinger, guardián de la ortodoxia,  desde la “Prefectura de la Congregación para la Doctrina de la Fe” al solio pontificio contrastaba con la personalidad carismática de su antecesor Juan Pablo II.

Algunas alusiones en medios próximos acentuaban este contraste, llegando incluso a caricaturizar el semblante adusto, rígido del Pontífice.

La decisión de Benedicto XVI, libremente ponderada, como él mismo ha afirmado, es un gesto, me atrevería a decir, profético. Diversos comentaristas han destacado la plena coherencia con la concepción del ministerio petrino como servicio a la cristiandad. Refleja, por otra parte, una entrañable actitud cercana, diría que humana, alejada de aquella aureola que, en todo caso, desfiguraría el recuerdo de Pedro, pescador de Galilea.

El denso magisterio, que ha ido desgranando en cada uno de sus discursos y publicaciones, culmina con esta actuación en sintonía con tantas otras actuaciones de los antiguos profetas.

La figura del Papa Ratzinger, desde mi punto de vista, se ha ido engrandeciendo al paso de los años. La sombra que su imagen quebradiza proyecta perdurará más allá del 28 de febrero delimitando un sendero de autenticidad, coherencia, humidad, de intenso amor a la Iglesia, barca que navega por el proceloso mar de las incomprensiones, ambigüedades y pecados, guiada por el Espíritu Santo.

¡Ojalá “no nos fallen las fuerzas” para recorrer nosotros, creyentes, seguidores de Jesús de Nazaret, ese mismo sendero!



Salvador Egea Solórzano


domingo, 10 de febrero de 2013

RETAZOS DE HISTORIA DE UNA SOMBRA





A media mañana, cuando la jornada se mantiene abierta, plena de alternativas, salgo de casa e inicio mi diario paseo matutino formalizando la prescripción facultativa.

Bordeo el reciente bloque de viviendas, aún deshabitadas, que ocupa el solar de la antigua cochera de la  “Compañía de Tranvía Cádiz – San Fernando – La Carraca”, por el amplio acerado que lo delimita.

Arrogante, el sol invade la “Avenida de la Marina” desde el luminoso y centelleante laberinto de esteros y marismas que se perfila al fondo.

Asciendo con lentitud la empinada pendiente hacia la arteria principal de la Isla, la “Calle Real”. Como si temiera o presintiera mi desfallecimiento, presta a socorrerme, mi sombra me acompaña a la izquierda.

Hemos arribado a la “Plazuela”, hoy y siempre “Plaza del Carmen”. Avanzamos al mismo ritmo, aunque, a veces, parece que mi compañía juega al despiste o al escondite, cuando algún edificio sobresaliente, a la derecha de la gran avenida, actúa como pantalla opaca a los rayos solares.

La “Plazuela”, como la “Alameda” y “Plaza del Rey” están integradas en la gran remodelación que ha experimentado toda la “Calle Real”, transformándola en  vía semipeatonal, a la espera de ser violada por el tranvía metropolitano.

Ello no es obstáculo para que yo evoque y comente con mi acompañante los lejanos tiempos en que con un simple aro surcaba en la “Plazuela” espacios reservados o conquistados a juegos infantiles.

La vivienda familiar se encontraba entonces tan solo a unos metros, frente a la “Esquina del Gordo”.

En infinidad de ocasiones nos habíamos atrevido a cruzar el punto citado, entonces única alternativa que podía conducirnos a la capital en transporte público y vehículos de motor.

Lo hacíamos para provisionarnos de alimentos con la cartilla de racionamiento de la posguerra en “Ultramarinos El Gordo” o para el intercambio de novelas y la adquisición de algún que otro remedio para necesidades domésticas en “Casa de Amalia”. No llegábamos a adentrarnos en las “callejuelas”.

Hoy mi sombra y yo observamos el trasiego, el ir y venir de gente muy diversa por la ancha avenida.

La joven madre que, acelerada, empuja el cochecito, donde plácidamente duerme su bebé.

El estresado ejecutivo que, asido su portafolios, teme no llegar a tiempo de la urgente gestión.

Los veteranos jubilados, como mi propia sombra y yo, que, a veces ensimismados en intempestivas reflexiones, otras al paso de alguien, tal vez compañero de viejas o recientes aventuras, deambulamos sin prisas, sin agobios y sin ninguna meta obligada.

En ciertos momentos nos hemos cruzado con discapacitados que en sendas sillas de ruedas, ya autopropulsadas, ya impulsadas por expertas manos familiares participan igualmente de la mañanera evasión.

A la puerta de un comercio, dos conocidas chismorrean animadamente los últimos dimes y diretes, quizás truecan las previstas recetas culinarias o, desgraciadamente, comentan el último  infortunio familiar.

Un anónimo transeúnte nos adelanta raudo con el móvil pegado al oído, sin que podamos retener elemento alguno de la conversación mantenida.

Madre e hija han superado nuestro relajado paseo, discutiendo acaloradamente, ignoramos el motivo.

Pocos metros antes de la “Parroquia castrense de San Francisco” un abigarrado grupo de jóvenes estudiantes de la academia próxima aprovechan el descanso en la jornada lectiva para “echar un cigarrillo” o reponer fuerzas con el bocadillo, en animado coloquio.

Una ambulancia con su estridente sirena, vehículos de la policía local o nacional que, en un sentido u otro, patrullan con celo en ejercicio de su función supervisora, un taxi que realiza sus habituales carreras, una furgoneta de reparto descargando su mercancía, un  turismo privado que acaba de abandonar el garaje, son los únicos automóviles que transitan la  renovada calzada.

La necesidad agudiza el ingenio y la creatividad y así, de un tiempo a esta parte, “haciendo la vista gorda” la autoridad local no interfiere en los puestecillos ambulantes de venta de objetos de segunda mano que van proliferando a la altura de la “Alameda”, restringiendo parte del acerado urbano.

Vendedores de la ONCE, en lugares estratégicos, pregonan terminaciones numéricas, al objeto de atraer a los adictos al azar.

Las terrazas de los bares, a pesar de la crisis, siguen ocupadas a diario por aquellos que degustan el desayuno en la calle.

La atención prestada a tantas incidencias y observaciones no evita recordarle a mi sombra aquellos lejanos años en los que diariamente realizábamos el recorrido desde la “Esquina del Gordo” hasta los “Hermanitos” (colegio “La Salle”), donde cursé la enseñanza primaria. Mi sombra no era tan alargada y yo aún vestía pantalones cortos.

Guardo el recuerdo de la única ocasión en la que, junto a mi amigo y compañero de aula (M.R.T.), recorrí unos metros a lomo de un asno, que él, por encargo paterno, utilizaba tempranero para transportar y vender la leche a contados clientes.

Nos acercamos a la “Plaza Iglesia”. En este punto mi visión se bifurca. Por una parte, continúa la “Calle Real”, hacia “Capitanía” y el “Castillo de San Romualdo”, es decir la veterana entrada a la Isla para todo aquel viajero procedente de Chiclana y Puerto Real, tras cruzar el hoy también peatonal “Puente Zuazo”.

Por otra, la “Calle Rosario” hasta su confluencia con “Colón” y ésta, a su vez, con la “Calle San Rafael”.

No nos atrevemos a seguir avanzando. Este trío de calles y sus recuerdos quedan para otra ocasión. Argumentos hay sobrados, pues en la céntrica “San Rafael” fue donde por vez primera vi la luz del sol y justamente en el entronque “Rosario” y “Colón” residieron mis abuelos paternos. Durante unos años allí nos establecimos, tras el fallecimiento de mi abuelo.

Cuando giré mis pasos, para deshacer el camino recorrido, el sol no había avanzado tanto en su periódica trayectoria diaria como para que mi sombra me abandonara. Juntos, lentamente, desanduvimos el trayecto y regresamos a casa.


                                                               Salvador Egea Solórzano