viernes, 14 de febrero de 2014

MIEDOS


Tantos años leyendo o escuchando en las celebraciones litúrgicas las cartas de Pablo para que, sorpresivamente, hace sólo unos días, me sintieran desconcertado por la confesión del apóstol: “Me presenté a vosotros débil y temblando de miedo” (1Cor 2, 3).
¿Quién, Saulo de Tarso? ¿El arrogante inquisidor de los seguidores del Camino, según testimonia Lucas? (Hch 9, 1-30). ¿El converso discípulo del Resucitado?
¡El incansable mensajero del kerigma cristiano que en la Carta a los Romanos interpela: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?”! (Rom 8, 35).

Verdaderamente quedé algo confuso. La imagen “temblando de miedo” no encajaba en el estereotipo que me había construido de Pablo. Más bien he tenido siempre la percepción de su recia, impetuosa y valiente personalidad, capaz de soportar por la extensión del Reino las más diversas pruebas: “Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado;
tres veces naufragué; un día y una noche pasé en el abismo. Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligro de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer y desnudez” (2Cor 11, 24-27).
El Pablo que recorrió tenaz e incansable, de un extremo a otro, los límites del Imperio es el mismo Pablo que abre su corazón a los corintios con la citada y sincera declaración.
Reflexionando y dirigiendo una mirada introspectiva fui rememorando los “miedos” que, en tantas ocasiones, en mi vida han paralizado proyectos, ralentizando “sine die” propósitos, relajando actitudes comprometidas…
Podía identificarme totalmente con el icono de Pablo en su presentación a los corintios. Pero…
Es evidente que el miedo de Pablo no fue paralizante.
En mi caso, atrás quedaron los temores infantiles, los desasosiegos adolescentes e incluso las aprensiones y desconfianzas de la madurez.
El incierto o tal vez vislumbrado futuro que estamos dejando a la generación que hemos engendrado es lo que me desvela e intranquiliza.
Se repite reiteradamente que es la primera vez que una generación posterior vivirá peor que la precedente.
Lo estamos experimentando ya. Trabajo precario, por lo general, cuando se ha logrado evadir la pesada losa del paro crónico. Recortes en prestaciones sociales, sanidad, educación… Condiciones leoninas para obtener una pensión digna.
Los análisis e informes socioeconómicos confirman cómo se acrecienta la brecha entre los extremos de las clases sociales, diluyéndose la hasta ahora clase media. Se denuncia el incremento alarmante y desgarrador del número de familias, ciudadanos que malviven por debajo del umbral de la pobreza.
Cuando estas perspectivas dejan de ser exclusivamente titulares en las portadas de los rotativos y medios audiovisuales y las descubrimos en el ámbito próximo en el que convivimos allegados, vecinos, conocidos y amigos, la ansiedad se adueña fácilmente de nosotros al reconocer rostros con nombres y apellidos.
Tal vez sea porque llevaba tiempo preocupado por esta realidad social de un presente y un futuro degradado por lo que tan incisivamente me impactó la confesión de Pablo.
El miedo de Pablo no fue paralizante, me repito a mi mismo. ¿Qué podemos hacer? ¿Qué puedo hacer? He aquí la pregunta clave.
Atrapados estamos en una tupida tela de araña tejida por fuerzas que nos sobrepasan y a las que nos resulta difícil, ahora sí, señalar con nombres y apellidos: macroeconomía, capitalismo salvaje, ingeniería financiera…
Ya ni el poder político escapa al desmedido control y ambición de los anónimos fantasmas que dictan directrices que acatan sumisamente los gobiernos y que nos aprisionan con sus tentáculos.
He leído que la crisis terminará cuando esos depredadores e insaciables monstruos oligárquicos lleguen a la convicción de que una mayor depauperación de la sociedad pondría en riesgo sus ilimitados beneficios económicos.
Vuelvo mis ojos a Pablo porque, a pesar del declarado miedo, su actitud es paradigmática. La vida de Pablo certifica que el miedo no puede, ni debe ser obstáculo para avanzar en la tarea de transformación de la sociedad.
En el empeño Pablo culminó su vida truncada violentamente.
Probablemente no veamos cumplidos todos nuestros más apremiantes anhelos. No obstante la utopía ha de tener la atracción suficiente para polarizar nuestras energías en una lenta, aunque definitiva instauración de una sociedad más justa, equilibrada y fraternalmente solidaria.

                                                                                         Salvador Egea Solórzano