Tantos años leyendo o escuchando en
las celebraciones litúrgicas las cartas de Pablo para que, sorpresivamente,
hace sólo unos días, me sintieran desconcertado por la confesión del apóstol:
“Me presenté a vosotros débil y temblando de miedo” (1Cor 2, 3).
¿Quién, Saulo de Tarso? ¿El
arrogante inquisidor de los seguidores del Camino, según testimonia Lucas? (Hch
9, 1-30). ¿El converso discípulo del Resucitado?
¡El incansable mensajero del kerigma
cristiano que en la Carta
a los Romanos interpela: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación,
o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?”! (Rom 8,
35).
Verdaderamente quedé algo confuso. La imagen “temblando de miedo” no encajaba en el estereotipo que me había construido de Pablo. Más bien he tenido siempre la percepción de su recia, impetuosa y valiente personalidad, capaz de soportar por la extensión del Reino las más diversas pruebas: “Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado;
El Pablo que recorrió tenaz e
incansable, de un extremo a otro, los límites del Imperio es el mismo Pablo que
abre su corazón a los corintios con la citada y sincera declaración.
Reflexionando y dirigiendo una
mirada introspectiva fui rememorando los “miedos” que, en tantas ocasiones, en
mi vida han paralizado proyectos, ralentizando “sine die” propósitos, relajando
actitudes comprometidas…
Podía identificarme totalmente con
el icono de Pablo en su presentación a los corintios. Pero…
Es evidente que el miedo de Pablo no
fue paralizante.
En mi caso, atrás quedaron los
temores infantiles, los desasosiegos adolescentes e incluso las aprensiones y
desconfianzas de la madurez.
El incierto o tal vez vislumbrado
futuro que estamos dejando a la generación que hemos engendrado es lo que me
desvela e intranquiliza.
Se repite reiteradamente que es la
primera vez que una generación posterior vivirá peor que la precedente.
Lo estamos experimentando ya.
Trabajo precario, por lo general, cuando se ha logrado evadir la pesada losa
del paro crónico. Recortes en prestaciones sociales, sanidad, educación… Condiciones
leoninas para obtener una pensión digna.
Los análisis e informes
socioeconómicos confirman cómo se acrecienta la brecha entre los extremos de
las clases sociales, diluyéndose la hasta ahora clase media. Se denuncia el
incremento alarmante y desgarrador del número de familias, ciudadanos que
malviven por debajo del umbral de la pobreza.
Cuando estas perspectivas dejan de
ser exclusivamente titulares en las portadas de los rotativos y medios
audiovisuales y las descubrimos en el ámbito próximo en el que convivimos
allegados, vecinos, conocidos y amigos, la ansiedad se adueña fácilmente de
nosotros al reconocer rostros con nombres y apellidos.
Tal vez sea porque llevaba tiempo
preocupado por esta realidad social de un presente y un futuro degradado por lo
que tan incisivamente me impactó la confesión de Pablo.
El miedo de Pablo no fue
paralizante, me repito a mi mismo. ¿Qué podemos hacer? ¿Qué puedo hacer? He
aquí la pregunta clave.
Atrapados estamos en una tupida tela
de araña tejida por fuerzas que nos sobrepasan y a las que nos resulta difícil,
ahora sí, señalar con nombres y apellidos: macroeconomía, capitalismo salvaje,
ingeniería financiera…
Ya ni el poder político escapa al
desmedido control y ambición de los anónimos fantasmas que dictan directrices
que acatan sumisamente los gobiernos y que nos aprisionan con sus tentáculos.
He leído que la crisis terminará
cuando esos depredadores e insaciables
monstruos oligárquicos lleguen a la convicción de que una mayor depauperación
de la sociedad pondría en riesgo sus ilimitados beneficios económicos.
Vuelvo mis ojos a Pablo porque, a
pesar del declarado miedo, su actitud es paradigmática. La vida de Pablo
certifica que el miedo no puede, ni debe ser obstáculo para avanzar en la tarea
de transformación de la sociedad.
En el empeño Pablo culminó su vida
truncada violentamente.
Probablemente no veamos cumplidos
todos nuestros más apremiantes anhelos. No obstante la utopía ha de tener la
atracción suficiente para polarizar nuestras energías en una lenta, aunque
definitiva instauración de una sociedad más justa, equilibrada y fraternalmente
solidaria.
Salvador Egea Solórzano