miércoles, 16 de julio de 2014

FUNCIONARIOS DESDE EL ALTAR

Durante aproximadamente dos décadas fuimos compañeros de trabajo. Desde su jubilación, un año posterior a la mía, alternaba la estancia entre Cádiz, lugar de residencia, y Alicante, donde una de sus hijas se había establecido.
En la capital levantina, arropada por el cariño familiar, sobrellevó la última fase de su enfermedad, tumor cerebral, hasta su fallecimiento hace unas semanas.
Llegué al templo gaditano en el que se iba a celebrar la Eucaristía por su eterno descanso con tiempo suficiente para permanecer unos momentos sentado y contemplar la sobria decoración y arquitectura del neoclásico del s. XVIII con evocación colonial.
Habían transcurrido tan solo unos minutos cuando un ligero toque en el hombro hizo que volviera la cabeza y me levantara. Abracé al viudo que me saludaba y a quien expresé mi sentida condolencia. Intensamente emocionado mantuvo conmigo una breve interlocución.
El templo fue acogiendo lentamente a familiares y amigos, entre ellos un nutrido grupo de compañeros, con quienes habíamos compartido, la difunta y yo, largos años de docencia.
Puntual, como queriendo evitar cualquier disfunción con el calculado normatismo ambiental, comenzó la celebración.
El celebrante, proceder hierático, apareció revestido de casulla extraída de algún obsoleto guardarropa parroquial.
No hubo cortés acercamiento a la familia; ni afectuosas palabras de saludo que recordara a quien, circunstancialmente, nos congregaba en el nombre del Señor; ni breve homilía que, oportunamente, evocara la fe cristiana de la difunta y dirigiera a la familia palabras de consuelo y esperanza.
El ritual se siguió frío y estricto, tal vez, para no desentonar con la rígida arquitectura del templo.
Terminada la ceremonia el celebrante se retiró a la sacristía con la “función cumplida”.
Recordé la lectura, pocos días antes, de la fraternal censura de José Lorenzo, “Curas funcionarios”, en el semanario “Vida Nueva”.
¡Qué ocasión perdida para hacer realidad la pastoral de la inclusión, salir al encuentro, de acercamiento a la periferia del dolor!
¡Qué manifestación tan antitestimonial de la autorrefencialidad criticada por Francisco!
Más que la distancia física entre el presbiterio y la asamblea, lo que realmente impedía la contaminación, “olor a ovejas”, era la insensibilidad para empatizar con los asistentes y sobre todo con la familia doliente.
Mientras discurría la Eucaristía un sacerdote administraba el Sacramento de la Reconciliación en la nave lateral.
¿No es más oportuno y acorde con la centralidad eucarística ofertar un tiempo antes del inicio de la “Cena del Señor”?
Cuando abandoné el templo, mi “benévolo” comentario, queriendo evitar otras críticas más aceradas pero justificadas, ante los antiguos compañeros que percibieron la frialdad de la celebración, fue: ¡qué cura más soso!
Días después, en una ocasión similar, en mi parroquia isleña de “El Buen Pastor”, la arquitectura, la proximidad, la actitud del celebrante, el ritmo de la celebración, las palabras de acogida, las referencias al finado y a la esperanza en Cristo resucitado en la afectuosa alocución posterior a la lectura del evangelio, todo…, constituía la antítesis de lo vivido la semana anterior y significaba el auténtico encuentro de la Iglesia, madre acogedora, dispuesta siempre a abrir los brazos con talante de cercanía y expresivo amor a todos sus hijos, sobre todo en los momentos de incertidumbre y dolor.


Salvador  Egea Solórzano