sábado, 28 de julio de 2012

MEANDROS DE UN RÍO



Primeros años de la década de los cincuenta del siglo pasado. En una sociedad atenazada por el aislamiento y la autarquía la cultura no constituía prioridad para un estamento de la población cuyo objetivo primario era la subsistencia.
Fui  un  privilegiado.  Sin  nadar  en la abundancia, al menos tenía cubiertas las necesidades básicas en una familia numerosa en la que mi padre practicaba ocasionalmente el pluriempleo y mi madre, maestra, ejercía su profesión en un aula habilitada en la misma vivienda familiar y en la que atendía a un alumnado procedente de la barriada.
Yo acudía regularmente a un colegio religioso que mantenía un convenio con la empresa en la que mi padre trabajaba, primero como maestro de aprendices y luego como oficinista, por el cual convenio  los hijos de los empleados recibíamos educación primaria gratuita.
Alguna vez mi inasistencia a la escuela estuvo motivada por no disponer circunstancialmente de un calzado adecuado. Pero este dato constituye la excepción.
Recuerdo  el  ir y  venir recorriendo los trecientos o cuatrocientos metros que mediaban entre la vivienda familiar y el pequeño local en donde por un módico precio intercambiábamos novelas y tebeos. Literatura asequible al hogar en aquellos duros años.
Mi padre fue lector asiduo de novelas. Incluso su ingenio y creatividad le motivó a redactar algunos manuscritos que desgraciadamente se perdieron con el tiempo. Entre ellos incluso llegué a leer “Lucha de pasiones”.
Yo devoraba las aventuras de “El Guerrero del Antifaz”, “Roberto Alcázar y Pedrín”, “Hazañas bélicas”, “El Cachorro”… La fantasía infantil se nutría de aquellos cómics, al tiempo que se fomentaba el hábito lector.
Pasado algunos años fueron creaciones, más extensas y clásicas, de autores como Emilio Salgari y Julio Verne las que iniciaron el camino hacia lecturas más propias de la adolescencia y de estudiante de bachillerato y universitario.
Hoy sigo leyendo casi compulsivamente, de modo que hace pocos días comentaba en tono distendido y melodramático que la muerte me encontraría con un libro en las manos.
Un   nefrólogo   amigo,   fallecido  prematuramente,  con quien pasaba periódicamente consulta, y al que debo agradecer su insistencia para que anduviera todos los días como ejercicio físico adecuado a mi edad, reafirmaba su prescripción basada en que ese ejercicio habitual estimula la segregación de endorfina, hormona con efecto sedante y placentero y que consolida el hábito del ejercicio físico.
Algo así debe  ocurrir, me atrevo a sugerir, con el hábito lector.
Lo que antecede  sirve como preámbulo a la respuesta que he ofrecer a la pregunta que últimamente me formulan: ¿Por qué escribes? ¿Por qué crear y diseñar  un blog?
En  mi  caso  asocio   el   placer   de   la   lectura   y   la propensión a dejar constancia escrita de mis reflexiones y pensamientos. No es una ocupación reciente. Si bien la jubilación profesional, no cabe duda, facilita el tiempo, factor imprescindible para hallar el sosiego necesario que posibilita dar forma al discurso escrito.
Quien por naturaleza es introvertido encuentra en la escritura el cauce para expresar todo lo que bulle, se cocina y rumia en su interior. De esta forma no es una explosión espontánea, como un volcán en erupción, lo que aflora al exterior, sino un parlamento meditado, más semejante a los meandros de un río que facilitan la sedimentación.
El autor de una novela o cualquier obra literaria aspira a su publicación. Pero esto lo dejamos a los autores ya consagrados o que ambicionan alcanzar el olimpo de los poetas y narradores. Modestamente yo deseo simplemente dejar un legado impreso en el que mi familia y amigos descubran, tal vez, aspectos inéditos de alguien con quien convivieron o en algún momento se cruzó en sus vidas.
Las nuevas tecnologías facilitan mil correcciones a la redacción del pensamiento escrito y archivar, sin condicionantes de espacio y tiempo, todo lo gestado y generado en lo recóndito de las entrañas.
           
Salvador Egea Solórzano

miércoles, 25 de julio de 2012

VENDEDORES DE SUEÑOS




La vida discurre sorprendente y paradójica…, o más bien somos nosotros mismos sorprendentes y paradójicos. No llegamos a conocernos del todo. La transparencia se torna opacidad, a veces,  cuando dirigimos la mirada hacia nuestro interior. Oportuna e inoportunamente descubrimos facetas, aspectos que ignorábamos, tanto de nosotros, como de las personas de nuestro entorno.
En nuestra infancia y juventud almacenamos conocimientos como si nuestro cerebro fuera un baúl sin fondo. Cuando oteamos la vida desde la perspectiva de la madurez los años desvelan nuestra ignorancia.
Sorprendente y paradójico es “El vendedor de sueños. La novela que regala ilusiones” (1). Personajes pintorescos y extravagantes, signados por las tragedias que cada uno de ellos custodia en su interior, deambulan tras los pasos de “El Maestro” en las vidas creadas por Augusto Cury.
Julio César, profesor universitario, suicida decidido y primer discípulo de “El Maestro”, vendedor de sueños.
Bartolomé, vagabundo, borracho, al que la bebida y el síndrome del habla compulsiva le habían hecho merecedor del apodo “Boquita de Miel”.
“Manos de Ángel”, Dimas de Melo, ladronzuelo de poca monta y tartamudo.
Edson, “El Milagrero”, predicador al que su afición a promocionarse lleva a situaciones tragicómicas.
Salomón Salles, afectado de trastorno obsesivo compulsivo.
Mónica, exmodelo internacional en las pasarelas de la moda. Tres intentos frustrados de suicidio, enferma bulímica, que ingiere alimentos compulsivamente.
Jurema Alcántara de Mello, anciana a la que la banda constituida, instintivamente rechaza integrar en el grupo por prejuicios de lastre y decrepitud. Antropóloga, profesora universitaria, máster  en  Harvard. Reconocida internacionalmente.  Autora de cinco libros publicados en diversas lenguas. “Revolucionaria” entre los jóvenes discípulos de “El Maestro”.
Bernabé, “El Alcalde”, borracho de barra de bar, a quien le encanta pronunciar discursos, discutir de política y dar soluciones mágicas a los problemas sociales.
Con ellos, junto a ellos, “El Maestro”: “Yo no soy religioso, ni tampoco teólogo, no soy un filósofo. Soy un caminante que trata de comprender quién es. Soy un caminante que otrora pisoteó a Dios con sus pies, pero después de atravesar un gran desierto descubrió que Él es el artesano de la existencia” (2).
Todos ellos son estereotipos en nuestra sociedad en los que de alguna manera y situaciones nos vemos reflejados. La transformación en “vendedores de sueños” que cada uno de ellos experimenta muestra el camino para la conversión de una sociedad egoísta, consumista, estresante, manipuladora en una comunidad solidaria y fraterna.
Como los personajes de la novela hemos vivido experiencias intensas, a veces traumáticas, que dejan estela, cicatrices, huellas en nuestra historia. ¿Somos capaces de reencontrarnos y resurgir?
Basta soñar, transmutarnos en “vendedores de sueños”. “Sin utopías, nos transformamos en máquinas; sin esperanza, somos esclavos; sin sueños, somos autómatas” (3).
Esta es la convicción de Augusto Cury. Y esta es también mi propia deducción, que emana de mi condición creyente. La utopía cristiana hace que nos empleemos  a fondo en la transformación de este mundo en el Reino que “EL MAESTRO” vino a instaurar en la Tierra. Los cristianos soñamos mientras suplicamos “venga a nosotros tu Reino”.
(1)   Augusto Cury, “El vendedor de sueños. La novela que regala ilusiones”. Planeta, (2010), Barcelona.
(2)   Página 98.
(3)   Página 205.

Salvador Egea Solórzano