Primeros años de la década de los
cincuenta del siglo pasado. En una sociedad atenazada por el aislamiento y la
autarquía la cultura no constituía prioridad para un estamento de la población
cuyo objetivo primario era la subsistencia.
Fui
un privilegiado. Sin nadar en la abundancia, al menos tenía cubiertas las
necesidades básicas en una familia numerosa en la que mi padre practicaba
ocasionalmente el pluriempleo y mi madre, maestra, ejercía su profesión en un
aula habilitada en la misma vivienda familiar y en la que atendía a un alumnado
procedente de la barriada.
Yo
acudía regularmente a un colegio religioso que mantenía un convenio con la
empresa en la que mi padre trabajaba, primero como maestro de aprendices y
luego como oficinista, por el cual convenio los hijos de los empleados recibíamos
educación primaria gratuita.
Alguna
vez mi inasistencia a la escuela estuvo motivada por no disponer
circunstancialmente de un calzado adecuado. Pero este dato constituye la
excepción.
Recuerdo
el ir y venir recorriendo los trecientos o cuatrocientos metros que mediaban
entre la vivienda familiar y el pequeño local en donde por un módico precio
intercambiábamos novelas y tebeos. Literatura asequible al hogar en aquellos
duros años.
Mi
padre fue lector asiduo de novelas. Incluso su ingenio y creatividad le motivó
a redactar algunos manuscritos que desgraciadamente se perdieron con el tiempo.
Entre ellos incluso llegué a leer “Lucha
de pasiones”.
Yo
devoraba las aventuras de “El Guerrero
del Antifaz”, “Roberto Alcázar y Pedrín”, “Hazañas bélicas”, “El Cachorro”…
La fantasía infantil se nutría de aquellos cómics, al tiempo que se fomentaba
el hábito lector.
Pasado
algunos años fueron creaciones, más extensas y clásicas, de autores como Emilio
Salgari y Julio Verne las que iniciaron el camino hacia lecturas más propias de
la adolescencia y de estudiante de bachillerato y universitario.
Hoy
sigo leyendo casi compulsivamente, de modo que hace pocos días comentaba en
tono distendido y melodramático que la muerte me encontraría con un libro en
las manos.
Un
nefrólogo amigo, fallecido prematuramente, con quien pasaba periódicamente
consulta, y al que debo agradecer su insistencia para que anduviera todos los
días como ejercicio físico adecuado a mi edad, reafirmaba su prescripción
basada en que ese ejercicio habitual estimula la segregación de endorfina, hormona
con efecto sedante y placentero y que consolida el hábito del ejercicio físico.
Algo
así debe ocurrir, me atrevo a sugerir, con el hábito lector.
Lo
que antecede sirve como preámbulo a la respuesta que he ofrecer a la pregunta
que últimamente me formulan: ¿Por qué escribes? ¿Por qué crear y diseñar un blog?
En
mi caso asocio el placer de la lectura y
la propensión a dejar constancia escrita de mis reflexiones y pensamientos.
No es una ocupación reciente. Si bien la jubilación profesional, no cabe duda,
facilita el tiempo, factor imprescindible para hallar el sosiego necesario que
posibilita dar forma al discurso escrito.
Quien por naturaleza es introvertido encuentra en la escritura el cauce para
expresar todo lo que bulle, se cocina y rumia en su interior. De esta forma no
es una explosión espontánea, como un volcán en erupción, lo que aflora al
exterior, sino un parlamento meditado, más semejante a los meandros de un río
que facilitan la sedimentación.
El
autor de una novela o cualquier obra literaria aspira a su publicación. Pero
esto lo dejamos a los autores ya consagrados o que ambicionan alcanzar el
olimpo de los poetas y narradores. Modestamente yo deseo simplemente dejar un
legado impreso en el que mi familia y amigos descubran, tal vez, aspectos
inéditos de alguien con quien convivieron o en algún momento se cruzó en sus
vidas.
Las
nuevas tecnologías facilitan mil correcciones a la redacción del pensamiento
escrito y archivar, sin condicionantes de espacio y tiempo, todo lo gestado y
generado en lo recóndito de las entrañas.
Salvador Egea Solórzano