jueves, 27 de diciembre de 2012

“O ORIENS, SPLENDOR LUCIS AETERNAE…”




Me ha cautivado, en alguna ocasión, la contemplación de la alucinante belleza del firmamento estrellado. La inmensidad del cosmos y la pequeñez del hombre se dan la mano en el insondable misterio del universo.

No es extraño que la astrología haya fascinado tanto desde lo remoto de los tiempos y que las luminarias más representativas sean veneradas como divinidades en la antigüedad en la creencia mítica de su ineludible influencia en el comportamiento y destino de la humanidad.
El sol, fuente de luz y vida, la luna, reina de la noche, formaban parte de la tríada mesopotámica integrada también por la diosa Venus.
Una estrella guió a los magos de oriente, según el relato bíblico (Mt 2,1-12), en su búsqueda del Rey de los judíos. El oráculo de Balaán ante Balac, rey de Israel, es considerado por la tradición cristiana como vaticinio del evento evangélico mencionado: “Avanza una estrella de Jacob, y surge un cetro de Israel” (Num 24,17).
No son las únicas alusiones en la Biblia a las estrellas, pero, a diferencia de otras civilizaciones, el texto bíblico las considera, en todo momento, criaturas de Dios. El salmista lo reconoce expresamente: “Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado…” (s 8,4).
Su función está bien definida en el relato de la creación: “puestas en el firmamento del cielo para iluminar la tierra, para regir el día y la noche y para separar la luz de la tiniebla” (Gen 1,17s). “El Señor puso el sol para alumbrar el día, las leyes de la luna y las estrellas para alumbrar la noche” (Jer 31,35).
El dominio de Dios sobre las criaturas celestes se pone también de manifiesto cuando con su actuación, por orden divina, deciden la victoria de Israel contra los enemigos (Jos 10,13; Jue 5,20).
La alianza de Dios con Abrahán incluye la promesa de que su descendencia será tan numerosa como las estrellas del cielo (Gen 15,5).
En nuestra cultura las estrellas son una imagen frecuente. Numerosos estados y entidades profanas y religiosas las incluyen, junto al sol y la luna, como elementos en sus banderas y simbología en general.
También el lenguaje es expresión de la atracción que ejercen las estrellas. Así hablamos de “tener buena o mala estrella” y nos referimos a personajes más o menos ilustres o mediáticos como “estrellas”.
Cuando invocamos a María, “Stella maris”, la reconocemos implícitamente referencia y guía en la singladura del mar proceloso por el que navegamos en esta vida.
Inmersos en el tiempo litúrgico que discurre en estos días de Navidad resuena aún el eco de la antífona: “O Oriens, splendor lucis aeternae, et sol justitiae: veni, et illumina sedentes in tenebris, et umbra mortis”, “Oh Sol naciente, Esplendor de la luz eterna, Sol de justicia: ven ahora a iluminar a los que viven en tinieblas y yacen en sombra de muerte”.
En una manifiesta mención al fulgor que emana de Belén, Benedicto XVI en el reciente mensaje navideño sentencia: “Si la luz de Dios se apaga, se extingue la dignidad del hombre”.
Todas estas cavilaciones afloran a mi mente cuando, habiendo celebrado la Natividad hace unos días, nos acercamos a la festividad de la manifestación del recién nacido a todos los pueblos en la Epifanía del Señor.
Cristo es la luz (Jn 1,9). Es la “estrella” que ilumina el camino, orienta nuestros pasos y nos lleva al Padre (Jn 14,6).
Declaro haber recibido, desde la remota infancia, el don de vislumbrar y paulatinamente descubrir esta “estrella” que, como a los magos de oriente, me ha seducido y conducido a Belén.
En el trayecto ha habido momentos, ocasiones en los que, obnubilados los ojos, los pies han errado el camino. Pero, como les sucedió a los magos, la “estrella”, reiniciada la andadura, surge nuevamente para guiar los pasos hacia el encuentro definitivo (Mt 2,9).
Con esta convicción, esperanza e ilusión me dispongo a celebrar la Epifanía de Jesús, al comienzo del año nuevo.
¡Que sea 2013, para todos, año de reconciliación, año en el que los deseos de paz, justicia, solidaridad… se hagan realidad! Algo así, al menos en su espíritu, si no literalmente, como el año sabático decretado en el Deuteronomio (Dt 15, 1-18) para el pueblo de Israel. ¡Feliz año 2013!




jueves, 13 de diciembre de 2012

"ESPERAR CONTRA TODA ESPERANZA"



El llanto desgarrado es expresión de la conmoción del recién nacido al abandonar traumáticamente el acogedor seno materno, donde plácidamente ha permanecido durante el periodo de gestación. Sin embargo, es evidentemente un paso decisivo, absolutamente ineludible, en la secuencia de la autonomía personal.

Tras esta original experiencia serán múltiples las pequeñas o grandes frustraciones que acompañarán el proceso evolutivo del niño y adolescente hacia la madurez. Cualquier persona adulta completaría un prolijo elenco de desilusiones, reveses y desengaños si se dispusiera a rememorar su historia personal.

Cada uno de nosotros construye su vida jalonando objetivos, que unas veces conseguimos y otras redefinimos después de constatar que nos hemos estrellado en el intento por alcanzarlos. Analizamos y evaluamos las razones que impidieron lograr las metas propuestas y, si en nosotros permanece el ansia de superación, damos un nuevo impulso a nuestra vida.

Cuando se otea, desde una perspectiva ya avanzada los años transcurridos, muchos criterios y axiomas se han relativizado en el camino, quedando firmes sólo aquellos valores y convicciones que fundamentan nuestra existencia y le otorgan sentido definitivo.

Viví ilusionada e intensamente el advenimiento de la democracia en nuestro país, como tantos conciudadanos, con la esperanza de la regeneración política, económica y social. Desde los inicios de la transición soy afiliado sindical, como expresión del compromiso personal en la transformación de las estructuras hacia una sociedad más equitativa y justa.

He soñado reiteradamente con la utopía de un mundo en el que la fraternidad, la justicia, la equidad, la solidaridad… se hacían realidad.

Hoy, al despertar, siento cierta decepción. No me desalienta la política. Me siento, en gran medida, defraudado porque las reglas del marco político se nos imponen siempre en detrimento y perjuicio de los más desfavorecidos de la sociedad.

Aflora a mi memoria el dictamen del filósofo Ortega y Gasset, tras los vaivenes de la recién proclamada II República: “No es esto, no es esto”.

Corrupción, fraudes de grandes sociedades y fortunas a la hacienda pública, compensaciones millonarias a los gestores que han inducido la crisis en la que estamos sumidos, a costa precisamente de los recortes económicos y la calidad de vida de las clases sociales depauperadas, concentración de las riquezas en oligopolios multinacionales que manipulan, coaccionan y condicionan el poder político en la toma de decisiones…, siempre atentos a sus intereses corporativos.

Todo ello dibuja un escenario en el que cunde el desengaño y tal como confirman, una y otra vez, los sondeos demoscópicos causa desafección hacia la clase política, hasta considerarla uno de los grandes problemas en opinión de los encuestados.

Ante tan sombrío panorama busco el resorte que me inmunice contra la frustración y el desaliento.

“Esperar  contra toda esperanza” (Rom 4,18)), exhorta Pablo de Tarso a los creyentes de Roma, aludiendo a la figura paradigmática del patriarca Abrahán. La incitación del Apóstol es especialmente relevante en estas semanas de Adviento. Junto al salmista recito: “El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (s 121,2), “Mejor es refugiarse en el Señor que confiar en magnates” (s 118,9), “Señor, mi roca, mi alcázar, mi liberador…” (s 18,3).

La esperanza sólida y estable, fundada sobre Roca, en el advenimiento del Reino, esperanza que es también compromiso en el presente con el proyecto de instauración evangélica, disipa toda sombra de abatimiento y pesimismo.

En definitiva el cristiano es el hombre de la esperanza y esta esperanza comprometida y comprometedora nos alienta, pese a las situaciones de arbitrariedad, atropellos y desafueros, a no desfallecer en el empeño.

Este es mi testimonio cuando, desde mi atalaya, contemplo preocupado, aunque esperanzado,  la devastadora política que carcome los cimientos del estado de bienestar, sumiendo a numerosas familias  en la carencia de los más elementales derechos personales. 
¡Ojalá  el clamor cristiano del Adviento “Maranatha”, al tiempo que fortalezca nuestra esperanza, transforme las conciencias y actitudes de los que ostentan el poder y rigen los destinos del mundo!



Salvador Egea Solórzano

miércoles, 7 de noviembre de 2012

¡NO RESPIRE..., RESPIRE!



El día amaneció plomizo, el cielo encapotado, como habían vaticinado los oráculos meteorológicos. La lluvia arreció desde muy temprana la mañana. Un taxi nos trasladó desde “Cerro del Águila” hasta “Ronda de Capuchinos”, cruzando Sevilla de Este a Oeste. Fin de carrera en la clínica CERCO (Centro radiológico computerizado), ubicada en la manzana que acoge los servicios hospitalarios de la “Cruz Roja” sevillana.
Días antes había superado el trámite de la rutinaria consulta cardiológica: tensión arterial, electro y ecocardiograma… revelaban valores normales para un paciente con síndrome coronario agudo y triple bypass aortocoronario.
Era consciente, pues estaba advertido desde la anterior revisión cardiológica, que me esperaba la prescripción de una nueva prueba diagnóstica: TAC coronario.
La ciencia médica ha progresado enormemente en todos los ámbitos y significativamente en el referente a enfermedades coronarias.
Las nuevas técnicas de diagnosis y la cirugía cardíaca logran reanimar pacientes con cardiopatías severas y que hace unas décadas posiblemente hubieran fallecido desahuciados.
La arterioesclerosis y el infarto de miocardio, herencia genética, que dos de mis hermanos y yo mismo logramos vencer hasta el momento, segaron la vida súbitamente de nuestro padre. Había cumplido 47 años pocos meses después de iniciada la década de los 60 del siglo pasado.
Tenía referencias próximas de este tipo de pruebas: TAC y Resonancia magnética. No obstante, era la primera vez que yo iba a ser sometido a una de ellas.
El “síndrome de bata blanca” me traiciona siempre que, como paciente, acudo a un hospital o he de afrontar cualquier examen clínico. He tenido múltiples ocasiones ya, debido a afecciones y achaques, de exhibir la tensión nerviosa específica del “síndrome”.
No hubo excepción cuando a requerimiento del enfermero, seguí sus pasos y franqueada la puerta, tras recorrer un pequeño pasillo me indicó el reducido habitáculo, alrededor de un metro cuadrado, en el que debía esperar al cardiólogo especialista, bajo cuyo control se realizaría el TAC. El ritmo cardíaco, gracias a la medicación a la que soy fiel y constante, era  propicio para la prueba, afirmó.
Nuevamente el enfermero condujo mis pasos hacia la aséptica sala, cuya primera impresión, creo, ya acentuó la tensión y el ritmo cardíaco.
En situaciones semejantes no tengo reparo alguno en comunicar al personal que me atiende que no es el frío justamente lo que me causa el estremecimiento. Así lo transmití a la enfermera que me ofertaba una pequeña manta para cubrirme. Decliné el ofrecimiento.
Dispuesto los preparativos comenzó la sesión: ¡No respire…, respire! ¡No respire…, respire!, una y otra vez.
Me habían advertido que el contraste inyectado produciría calor momentáneo que yo percibí en la zona pélvica, tal como me anunciaron, y en las yemas de los dedos.
Mi preocupación en aquellos momentos no era otra que cumplidamente adecuar mi respiración a la directriz que resonaba alternativa desde el altavoz: ¡No respire…, respire! No había lugar para otras reflexiones y pensamientos.
Cuando observé que la máquina había cumplido su función, transcurrido  unos veinte minutos, ansiaba que se abriera la puerta y que alguien me informara que  podía incorporarme. Realmente resultó molesta la postura, tendido en la plataforma con los brazos dispuestos rígidamente hacia atrás.
Más relajado desanduve los primeros pasos hasta la recepción y sala de espera. ¡Todo había terminado ya!  ¿Todo?
Me entregarían el informe al cabo de, aproximadamente, dos horas. Una vez en mis manos abrí el sobre sin demora. Me precipité. Fui excesivamente atrevido al sacar mis propias conclusiones, siendo profano, y ello determinó que durante algún tiempo la angustia me oprimiera. “Árbol coronario nativo severamente enfermo. Los tres bypass se encuentran permeables y sin datos de reestenosis”. Mis deducciones fueron erróneas. Estaba realmente equivocado.
Hoy redacto estas líneas en espera de la interpretación y recomendaciones que mañana jueves recibiré de mi cardiólogo.



Salvador Egea Solórzano

miércoles, 10 de octubre de 2012

CONVIVENCIA



Ha dejado amargura filtrándose por los entresijos del alma y alcanzando lo más insondable de las entrañas.
“La voz dormida” (1) me ha ensimismado durante unos días, el tiempo que transcurre raudo entre las primeras y últimas páginas del libro. Pero, en lo más recóndito de mí mismo el relato ha afianzado, incisivo, un interrogante: ¿Por qué, en ocasiones, nos empeñamos en hacer tan difícil la convivencia?
Al borde de alcanzar la década de los setenta la vida es ya una estela jalonada de recuerdos, experiencias vividas, que afloran, nebulosas, ante cualquier pretexto. Y pretexto es la coetaneidad, de modo que, yo lector, podría haber sido un personaje anónimo en la narración.
¡Qué difícil es, en ocasiones, la convivencia!, exclamo observando  el retrovisor donde van reflejándose escenas de mi propia existencia.
Aludiendo al profeta Ezequiel, Benedicto XVI, en la Carta Pastoral “Porta Fidei”, afirma que, antes de cambiar las estructuras de nuestra sociedad, hay que transformar los corazones. Desde la fe son palabras de esperanza. ¡Qué desilusión que mensaje así proclamado no halle el eco adecuado en los dirigentes y responsables del derrotero por el que hoy se desliza nuestra sociedad!
“La cuarta parte de los españoles perciben a los políticos como un problema” es el titular de un rotativo (2), basado en el barómetro del CIS, publicado en octubre. En el comentario de agencia no hay atisbo de autocrítica seria y objetiva: “Los populares se remiten a la herencia y los socialistas a las mentiras de Rajoy”.
En toda época y en cualquier ámbito de la sociedad, desde el familiar, pasando por el laboral, político, religioso también, así lo confirma la ambivalente historia de la Iglesia, experimentamos convulsiones que parecen hacer naufragar la nave en la tempestad, impidiendo su pacífica singladura que facilite el destino convenido.
Somos todos, tripulantes y pasajeros, los que hemos de aunar esfuerzos, conjuntar energías, definir rumbo con estrategias consensuadas, conscientes  que en ello nos va la vida, para mantener la nave a flote.
La  ausencia de diálogo, el dogmatismo, las actitudes excluyentes y belicosas son los ingredientes de todo enfrentamiento en cualquiera de los ámbitos citados.
En referencia a la trama de fondo de la novela, todo conflicto armado es incivil, porque es la demostración de la incapacidad humana para orientar los problemas y tensiones por cauces civilizados. Y la más incivil  de todas las guerras es la “guerra civil”, que enarbola banderas, símbolos de pasiones fratricidas.
“La voz dormida” es parte del entramado de la convulsa España durante tres décadas (1930-1960), del siglo XX, desde la óptica de los “perdedores”. Pero, ¿hay, de verdad, vencedores y vencidos? ¿Es posible caer en la simplicidad de clasificar categóricamente a los oponentes en “buenos y malos”?
Transcurridas varias décadas, en pleno s. XXI, y con cierta perspectiva histórica es el momento de sentenciar que cuando el corazón  del hombre no es convenientemente transformado, todos hemos sido “vencidos”, todos somos “perdedores”.
Por ello ansío, como anhela Benedicto XVI, como promete Dios al pueblo (3) que el corazón de piedra trueque por un corazón de carne. Sólo así haremos posible la convivencia.

(1) Dulce Chacón, “La voz dormida”, Santillana Ediciones Generales, S.L., (2002).
(2) Diario de Cádiz, (9 de octubre de 2012).
(3) Ez 11, 19
Salvador Egea Solórzano

lunes, 1 de octubre de 2012

EL HOMBRE DUPLICADO



Me resistía a aceptar que la narración que había comenzado a leer se limitara simplemente a un relato insólito, original y creativo del autor.
Avanzaba las páginas buscando veladas interpretaciones. En algún momento se fue fraguando en mi mente la hipótesis de que “El hombre duplicado” (1) era una fábula que vendría a configurarse como alegoría o metáfora de la vida.
Precisamente la genética confirma que ni siquiera los gemelos univitelinos tienen idénticas huellas dactilares. En el proceso de generación del tejido epidérmico confluyen factores aleatorios que determinan que cada persona tengamos nuestra identidad dactilar propia.
“El hombre duplicado” no es meramente  un relato biográfico, sobre todo si consideramos el inesperado y alucinante final de la novela.
El desarrollo de la hipótesis orientó mis reflexiones hacia el “síndrome de doble personalidad”, tema recurrente en los estudios psiquiátricos y que en la historia de la literatura ha dado origen a múltiples relatos, con heterogéneos argumentos y enfoques, algunos de ellos llevados a la gran pantalla como obras magistrales cinematográficas.
El “trastorno disociativo”, expresión clínica del síndrome, ha sido objeto de estudio desde las teorías del psicoanálisis de Freud y desde la perspectiva de la psicología de Jung, entre otros autores de renombre.
Es un tema cuyo interés me viene de antiguo. Así que, cuando profundicé algo en él, dilatando el ámbito de mis lecturas, me causó enorme satisfacción encontrar amplia bibliografía.
Una prolija relación de escritores ha desarrollado literariamente el argumento. La trama ha generado asimismo  extensa filmografía (2).
¿Por qué el tema ha suscitado tanta fascinación que ha derivado en tal producción literaria y artística en general?
En este punto me atreví a redimensionar y acotar el alcance del interrogante a un entorno más próximo y conocido, incluyéndome, por supuesto, yo mismo en él.
Intenté descubrir y analizar actitudes y comportamientos que en el hombre vulgar y corriente muestran una disfunción, cuya sintomatología no alcanza límites patológicos, pero que, sin embargo, aparecen como derivaciones de un “yo” que más bien constituye un “otro”. Es la “tragedia” de nuestra limitación radical.
La aspiración humana a lo supremo, “seréis como Dios, en el conocimiento del bien y del mal” (3), que nos relata el mito bíblico, queda truncada con la expulsión del paraíso.
El reconocimiento de nuestra precariedad, la aceptación del “yo” finito, que desde la perspectiva cristiana, implica la reconciliación con el Creador, es el primer paso para la vuelta a la casa del Padre.
Pablo de Tarso refiere su experiencia personal (4): “…no entiendo mi comportamiento, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco (…). Ahora bien, no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mi (…)”. En la carta a los gálatas (5) sentencia: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mi”.
La lectura de “El hombre duplicado” me ha inducido al empeño y esfuerzo de integración de mi “yo” y mi “otro”. Ha propiciado la evolución hacia la confluencia de ambos vectores de la personalidad, asumiendo, en todo caso, que el proceso no es uniforme y rectilíneo, sino que tiene todas las desviaciones y ambigüedades inherentes a la condición humana.
Tal vez esto último quiso sugerir José Saramago cuando, al final de la novela, tras la muerte en accidente del “duplicado”, surge, con una insospechada y repentina llamada telefónica un segundo “duplicado”.

Salvador Egea Solórzano

(1) José Saramago, “El hombre duplicado”, Círculo de Lectores, (2003), Barcelona.
(2) Relaciono tan sólo algunas de las innumerables obras que, con diversos argumentos, han tratado el tema tanto literaria como cinematográficamente.
Literatura:
E.T.A. Hoffmann, “Las aventuras de la noche de san Solvestre”.
F.M. Dostoievski, “El doble”.
R.L. Stevenson, “El extraño caso del Dr. Jekill y Mr Hyde”.
O. Wilde, “El retrato de Dorian Gray”.
J. Cortázar, “La noche boca arriba”.
Ítalo Calvino, “El vizconde demediado”.
V. Nabokov, “Desesperación”.
F. Kafka, “El castillo”
Filmografía:
Stellan Rye y Paul Wegener, “El estudiante de Praga”.
Krzysztof Kieslowski, “La doble vida de Verónica”.
Charles Chaplin“Monsieur Verdoux”.
R. L. Stevenson, “El extraño caso del Dr Jekill y Mr Hyde”.
G. Hoblit, “Las dos caras de la verdad”.
(3) Gen 3, 5
(4) Rom 7, 14-25
(5) Gal 2, 20

lunes, 3 de septiembre de 2012

"SÍNDROME POSTVACACIONAL"


Tengo “síndrome postvacacional”. Cuando llevo siete años ya cumplidos desde mi última incorporación en septiembre a la función docente en la escuela pública; es decir, siete años de feliz jubilación, la afirmación puede parecer justamente irónica o incluso lesiva e hiriente para tantos compañeros de profesión que, al finalizar agosto, terminan su paréntesis vacacional.
Durante mi vida laboral, en estos primeros días de septiembre, yo solía insinuar en círculos familiares o entre compañeros y amigos, “ahora empiezo mis vacaciones”. A mi mujer siempre le ha parecido, con razón, conociendo exactamente el significado de las expresión, un comentario, al menos, poco acertado, si no de mal gusto.
Cualquier extraño podría suponer, al escucharme, que había encontrado en mi un claro exponente del funcionariado criticado por Larra en “Vuelva usted mañana”, mutando oficina administrativa por escuela pública.
Nada más lejano a la realidad. Lo que yo quería expresar con tan controvertido aserto era precisamente declarar la suerte de ejercer una profesión, a la que entregándome con total dedicación, tantos reconocimientos, afectos y satisfacciones me deparaba por parte de compañeros, padres y alumnado.
Hoy no añoro aquellos años. En la vida no existe retroceso y, por tanto, no tiene sentido esperar que el pasado recupere existencia en el presente.
No recuerdo haber tenido durante mi dilatada vida profesional el tan traído y llevado “síndrome postvacacional”.
Pero, hoy, sí. Pido disculpas a mis compañeros de profesión recién incorporados al nuevo curso escolar. Hoy tengo “síndrome postvacacional”.
Seguramente las ocupaciones, los proyectos y actividades con los que colmo cada uno de mis días me vuelvan muy pronto a la rutina cotidiana.
Sin embargo echaré de menos momentos pasados. Cada vez que conseguimos reunirnos la familia, ya incrementada con yerno y nueras, me queda el rescoldo ¿habrá una próxima vez?, ¿cuándo?
Año tras año va siendo más difícil, por razones laborales, coordinar periodos vacacionales, días en los que nuevamente podamos grabar un instante familiar conjunto.
Y echaré de menos los pasitos inestables, el balanceante e incipiente correteo de mi nieta Lolita por el pasillo de casa, buscando al abuelo, “belo Vadó”, que se esconde en un juego de risas, besos y abrazos.
Añoraré, ¿hasta cuándo…? paseos por Cádiz, Plaza de las Flores, Columela, Palillero, Calle Ancha…, las terrazas de los bares, el chapoteo de mi nieta en la piscina, su tranquilo despertar, incluso su llanto estremecido, las diminutas manzanitas, que tanto apetecía, recién arrancadas del árbol en la pequeña parcela, las olorosas ramitas de jazmín que  alternativamente ofrecía a “mami”, “papi”, “bela Puri, tantos, tantos momentos…, son imágenes impresas en la memoria, indelebles al paso del tiempo.
Echaré de menos este verano. Tengo “síndrome postvacacional”.

Salvador Egea Solórzano

lunes, 20 de agosto de 2012

"LAS AFUERAS DE DIOS"


El mundo de Nazaret-Clara es “un mundo entretejido por anécdotas en las que el lector tendrá que reconocerse o reconocer el reflejo de alguien próximo” (1), se afirma en la contracubierta del libro.
No se trata de un aserto apriorístico, sino más bien producto del profundo conocimiento, por parte del autor, de la sicología humana, que le ha permitido crear personajes de sólida estructura en el conjunto de su obra literaria.
Ciertamente hay situaciones, sobre todo en la primera parte de “Las afueras de Dios” en las que me ha resultado fácil reconocer un paralelismo o incluso, tal vez, una identificación con el personaje central del libro.
El proceso vivido por Nazaret, Clara Ribalta, es el itinerario de búsqueda sincera, a veces iluminada y guiada por una luz diáfana; otras, muchas, perdida en la penumbra o ciega en la oscuridad en la que nos sumergen la duda y la incertidumbre.
De todas formas quien entroniza la autenticidad como rector de conducta termina primero por encontrarse a sí mismo y consiguientemente descubrir la Verdad.
La verdad es que “es imposible amar a los hombres en Dios: hay que amar a Dios en los hombres” (2).
 El evangelista Juan lo explicita meridianamente: “quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (3).
Es el núcleo del Evangelio, la “Buena Noticia”: “Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor” (4). “Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (5).
En el fondo, estoy convencido, ateos y teístas, cuando la coherencia y la sinceridad impregnan nuestro devenir cotidiano, sin más adherencias espurias, confluimos en lo esencial. Y lo esencial es el descubrimiento del Amor.
El mundo de Nazaret-Clara, también el nuestro, es “un mundo que dejaría de existir si dejara de existir el amor” (6).
Hay en el relato un párrafo que hubiera suscrito, como experiencia personal, hace cuatro décadas. Lo suscribo hoy literalmente. Transcribo textualmente la cita: “Antes me preguntabas por qué salí del convento, ¿verdad? No fue porque corrigiese el sentido de mi vida, o porque descubriera otro distinto. Simplemente se abrió el que ya tenía, se hizo mayor. Como se hace mayor el panorama que se ofrece al caminante que, al llegar a un alto, como aquella vieja que dijimos, ve ampliarse el paisaje, el mismo que traía, y sin abandonar su camino… No sé si me he explicado bien. No tuve la impresión de traicionarme, ni de traicionar a nadie ni a nada. Mi idea de la divinidad seguía abarcándolo todo, presidiéndolo todo. Se trataba de unas nuevas afueras de Dios, de un encargo nuevo en el que yo no es que me hallase más implicada, sino que lo estaba de otra manera. ¿Me entiendes? En el fondo, todo es abrazo en este mundo. Y en el otro. Eso lo supe entonces: el ser humano abraza a la naturaleza, a Dios, a otro ser humano que lo abraza también…” (7).
Durante la lectura de “Las afueras de Dios” ha habido momentos, reflexiones puestas en boca de Nazaret-Clara por el autor Antonio Gala, que me han implicado singularmente, obligándome a hacer una pausa, a releer el texto.
Con toda seguridad ello es debido a que el autor ha sabido zambullirse en situaciones y experiencias profundamente humanas. Me he visto reflejado nuevamente en ellas: “Si nos creemos ofendidos, es a causa de nuestro miedo, de nuestra inseguridad. Si ofendemos, es porque ignoramos cómo obrar debidamente, y nos dañamos a nosotros mismos. Nadie se halla capacitado para ofendernos con actitudes o palabras: es sólo nuestra inseguridad la que se siente atacada y pone en guardia sus defensas” (8).
Por segunda vez he leído recientemente, en autores distintos, expresiones coincidentes en el fondo, aunque con matices en la formulación. Coincidencia que ratifica la consistencia de la afirmación: “Si la ciencia ha añadido años a la vida, es preciso que se añada vida los años” (9). “Añadir vida a los días cuando no podemos añadir días a la vida” (10).
Cuando Nazaret-Clara afirma “es la belleza dentro de nosotros la que nos deja divisar la de fuera” (11) está emitiendo un mensaje positivo y optimista, no ilusorio, fiel exponente de la realidad.
He dejado ya para el final una última perla desgranada del elenco de reflexiones de la protagonista de la novela, muy en consonancia con la experiencia que vivimos los que rebasamos ya ciertas fronteras: “Los ancianos suelen creer que, una vez amanecido, cuentan con un día más, porque la muerte viene de noche con pasos de paloma” (12).
No sé si el zarpazo definitivo me acechará con “nocturnidad y alevosía”, el primer amago sí lo fue. Pero lo que sí es cierto es que cada amanecer es un tributo de agradecimiento y una oportunidad para “añadir vida a  los años”.

Salvador Egea Solórzano


(1) Antonio Gala, “Las afueras de Dios”, Planeta, 2ª edición, (1999), Barcelona; Contracubierta.
(2) En la  solapa del libro.
(3) 1Jn 4, 20
(4) 1Jn 4, 8
(5) 1Jn 4,16b
(6)  Contracubierta
(7)  pág. 263
(8) pág. 272
(9) pág. 249
(10) Anne-Dauphine Julliand, “Llenaré tus días de vida”, Círculo de Lectores.
(11) pág. 23
(12) pág. 22

lunes, 13 de agosto de 2012


DESDE EL “ZAPORITO” A “GALLINERAS”
(Un paseo por el sendero del caño “Carrascón”)

La  Isla es un enclave en un entorno natural privilegiado de la bahía gaditana. Soy “cañailla”, apodo gentilicio por el que se identifica popularmente a los nacidos en la ciudad de San Fernando.

Hace algunas décadas, sin embargo, yo hubiera sabido localizar exclusivamente los barrios y calles del llamado “centro histórico”. Nací en la calle “San Rafael” y mi infancia transcurrió entre “Colón” y, sobre todo, la calle “Real” (esquina del Gordo).

Más recientemente y coincidiendo con el progresivo aluvión demográfico experimentado por la ciudad y la sustitución de las antiguas huertas isleñas por populosas barriadas he sido testigo de su extensa transformación urbana.

Por cierto, ¡qué merecido homenaje a los hortelanos isleños es la placa evocadora de todos ellos, nominalmente recordados, en la entrada del “Parque de las Huertas”!

Durante la infancia, en la época estival, a mis hermanos y a mí nos parecía de ensueño los baños veraniegos en “Cañorrera”, adonde nos dirigíamos, siempre acompañados por algún familiar adulto. Vadeábamos la vía férrea y nos instalábamos después de cruzar el antiguo molino de marea.
    
Excursión extraordinaria suponía el baño en la actual playa de “El Castillo” (Camposoto). La distancia recorrida a pie desde el centro urbano no permitía prodigar este lujo. Ir a la playa “Victoria” en Cádiz  constituía, en la popular “carterilla”, un gasto excesivo y superfluo para la ajustada economía de una familia numerosa.

No ha sido sino hasta muy recientemente cuando he descubierto el fascinante flanco sureste de la Isla. El caño “Carrascón” la bordea serpenteando y adentrándose en el entramado de marismas desde el “Zaporito” hasta el muelle de “Gallineras”.

La arterioesclerosis y el parcheado corazón me prohíben realizar lo que, con toda seguridad, hubiera  culminado en otras condiciones físicas: recorrer de una tacada los aproximadamente cinco kilómetros del sendero peatonal que linda con el caño, ya en bicicleta, ya simplemente como una excursión pedestre.

He jalonado el itinerario en varios tramos utilizando los distintos accesos y así he transitado ya en reiteradas ocasiones el sendero. En el recorrido nos cruzamos apasionados del ejercicio físico en su forma más dinámica o más relajada, como es mi caso.

A veces, y según el tramo elegido, pasan los minutos en absoluta soledad y silencio, tan sólo violado por el suave rumor de la corriente marina y ocasionalmente por la sonora cascada de una vetusta compuerta salinera o el disonante graznido de una cigüeñela, gaviota, garza u otras aves marinas.

El silencio es un leal acompañante que facilita la paz y el sosiego. Establecer un diálogo con tan singular compañero, sin dejar por ello de admirar la belleza del paisaje, es una ocupación atrayente y enriquecedora. La mente reflexiona, evoca eventos pasados, analiza acontecimientos recientes, proyecta tareas futuras, bullen sentimientos y emociones.

Últimamente he frecuentado el itinerario comprendido entre el caño “Zaporito” y el puente “Lavaera”. No es un tramo excesivamente largo y se acomoda a mi debilitada resistencia. La zona donde se ubica el molino “Zaporito” ha sido recientemente restaurada y reurbanizada. El sendero “Carrascón” tiene precisamente un primer acceso junto al puente sobre los vanos que facilitan el flujo y reflujo del agua al molino mareal.

En la pleamar he contemplado cómo se desliza sigilosamente un nutrido grupo de piraguas sobre las aguas del caño. Al terminar este primer tramo la perspectiva se ensancha. Nace el caño “Carrascón” dejando a sus espaldas la confluencia de caños con el “Puente Zuazo” al fondo.

Prosigo el paseo por el sendero bordeando el “Carrascón”. Aunque este trayecto  es uno de los más concurridos por su proximidad al casco urbano, yo deambulo ensimismado rumiando sensaciones y recuerdos. El puente “Lavaera” es, de un tiempo a esta parte, cita casi obligada, lugar de peregrinaje, santuario para la eternidad, precisamente por el evento familiar evocado.

Era una tarde de fuerte viento de levante, coincidente con las horas de la pleamar. La panorámica que ofrecía el último tramo del sendero, abriéndose paso el “Carrascón” hacia la confluencia con el caño “Sancti Petri” y alcanzando el muelle de “Gallineras” era apasionante. 

La punta “Boquerón” y el islote en donde  se asienta el castillo fenicio, restaurado también hace pocos años, es el telón de fondo de esta perspectiva mágica.

¿Cómo es posible que tanta belleza natural hubiera permanecido oculta a mis ojos durante tanto tiempo? ¿Serán numerosos los isleños de todas las edades, oriundos o advenedizos, que ignoren lo que la naturaleza ha prodigado dadivosamente tan cerca para su contemplación?

Repetiré esta experiencia. Cada nuevo discurrir por los distintos tramos del sendero me ha deparado hasta  hoy imágenes inéditas y ha consolidado mi admiración por todo el entramado marismeño de la Isla.

Salvador Egea Solórzano