lunes, 13 de agosto de 2012


DESDE EL “ZAPORITO” A “GALLINERAS”
(Un paseo por el sendero del caño “Carrascón”)

La  Isla es un enclave en un entorno natural privilegiado de la bahía gaditana. Soy “cañailla”, apodo gentilicio por el que se identifica popularmente a los nacidos en la ciudad de San Fernando.

Hace algunas décadas, sin embargo, yo hubiera sabido localizar exclusivamente los barrios y calles del llamado “centro histórico”. Nací en la calle “San Rafael” y mi infancia transcurrió entre “Colón” y, sobre todo, la calle “Real” (esquina del Gordo).

Más recientemente y coincidiendo con el progresivo aluvión demográfico experimentado por la ciudad y la sustitución de las antiguas huertas isleñas por populosas barriadas he sido testigo de su extensa transformación urbana.

Por cierto, ¡qué merecido homenaje a los hortelanos isleños es la placa evocadora de todos ellos, nominalmente recordados, en la entrada del “Parque de las Huertas”!

Durante la infancia, en la época estival, a mis hermanos y a mí nos parecía de ensueño los baños veraniegos en “Cañorrera”, adonde nos dirigíamos, siempre acompañados por algún familiar adulto. Vadeábamos la vía férrea y nos instalábamos después de cruzar el antiguo molino de marea.
    
Excursión extraordinaria suponía el baño en la actual playa de “El Castillo” (Camposoto). La distancia recorrida a pie desde el centro urbano no permitía prodigar este lujo. Ir a la playa “Victoria” en Cádiz  constituía, en la popular “carterilla”, un gasto excesivo y superfluo para la ajustada economía de una familia numerosa.

No ha sido sino hasta muy recientemente cuando he descubierto el fascinante flanco sureste de la Isla. El caño “Carrascón” la bordea serpenteando y adentrándose en el entramado de marismas desde el “Zaporito” hasta el muelle de “Gallineras”.

La arterioesclerosis y el parcheado corazón me prohíben realizar lo que, con toda seguridad, hubiera  culminado en otras condiciones físicas: recorrer de una tacada los aproximadamente cinco kilómetros del sendero peatonal que linda con el caño, ya en bicicleta, ya simplemente como una excursión pedestre.

He jalonado el itinerario en varios tramos utilizando los distintos accesos y así he transitado ya en reiteradas ocasiones el sendero. En el recorrido nos cruzamos apasionados del ejercicio físico en su forma más dinámica o más relajada, como es mi caso.

A veces, y según el tramo elegido, pasan los minutos en absoluta soledad y silencio, tan sólo violado por el suave rumor de la corriente marina y ocasionalmente por la sonora cascada de una vetusta compuerta salinera o el disonante graznido de una cigüeñela, gaviota, garza u otras aves marinas.

El silencio es un leal acompañante que facilita la paz y el sosiego. Establecer un diálogo con tan singular compañero, sin dejar por ello de admirar la belleza del paisaje, es una ocupación atrayente y enriquecedora. La mente reflexiona, evoca eventos pasados, analiza acontecimientos recientes, proyecta tareas futuras, bullen sentimientos y emociones.

Últimamente he frecuentado el itinerario comprendido entre el caño “Zaporito” y el puente “Lavaera”. No es un tramo excesivamente largo y se acomoda a mi debilitada resistencia. La zona donde se ubica el molino “Zaporito” ha sido recientemente restaurada y reurbanizada. El sendero “Carrascón” tiene precisamente un primer acceso junto al puente sobre los vanos que facilitan el flujo y reflujo del agua al molino mareal.

En la pleamar he contemplado cómo se desliza sigilosamente un nutrido grupo de piraguas sobre las aguas del caño. Al terminar este primer tramo la perspectiva se ensancha. Nace el caño “Carrascón” dejando a sus espaldas la confluencia de caños con el “Puente Zuazo” al fondo.

Prosigo el paseo por el sendero bordeando el “Carrascón”. Aunque este trayecto  es uno de los más concurridos por su proximidad al casco urbano, yo deambulo ensimismado rumiando sensaciones y recuerdos. El puente “Lavaera” es, de un tiempo a esta parte, cita casi obligada, lugar de peregrinaje, santuario para la eternidad, precisamente por el evento familiar evocado.

Era una tarde de fuerte viento de levante, coincidente con las horas de la pleamar. La panorámica que ofrecía el último tramo del sendero, abriéndose paso el “Carrascón” hacia la confluencia con el caño “Sancti Petri” y alcanzando el muelle de “Gallineras” era apasionante. 

La punta “Boquerón” y el islote en donde  se asienta el castillo fenicio, restaurado también hace pocos años, es el telón de fondo de esta perspectiva mágica.

¿Cómo es posible que tanta belleza natural hubiera permanecido oculta a mis ojos durante tanto tiempo? ¿Serán numerosos los isleños de todas las edades, oriundos o advenedizos, que ignoren lo que la naturaleza ha prodigado dadivosamente tan cerca para su contemplación?

Repetiré esta experiencia. Cada nuevo discurrir por los distintos tramos del sendero me ha deparado hasta  hoy imágenes inéditas y ha consolidado mi admiración por todo el entramado marismeño de la Isla.

Salvador Egea Solórzano