jueves, 7 de febrero de 2013

"CUANDO SOY DÉBIL, ENTONCES SOY FUERTE"



El apóstol Pablo no deja de sorprenderme o más exactamente es el Espíritu, a través de la mediación de las cartas paulinas, el que, en el momento más inesperado, interpela obstinadamente.

Extraña las innumerables ocasiones en las que he leído textos bíblicos o, con ferviente atención, escuchado homilías y estudiado comentarios exegéticos sin reparar en lo que, en una coyuntura determinada, incide en el corazón como “una espada de doble filo” (Heb 4,12). “El viento sopla donde quiere” (Jn 3,8).

Algo así experimenté el pasado día 1, viernes de la tercera semana del tiempo ordinario, al encontrarme en la “lectura breve” de Laudes, con el texto que encabeza este comentario.

Las paradojas tienen el efecto inmediato de sacudir la mente e incitarnos a reflexionar.

La lapidaria confesión de Pablo me ha acompañado durante estos días, sin borrarse, en ningún momento, del recuerdo.

Leí íntegramente la 2ª carta del apóstol a los corintios, como queriendo enmarcar e interpretar la afirmación de Pablo en el contexto global de la epístola y de la comunidad cristiana destinataria en origen.

Durante su permanencia en Éfeso, ciudad donde presumiblemente escribió la carta, Pablo tuvo conocimiento del intento de desacreditar su autoridad por parte de miembros de la comunidad corintia.

Con firmeza y vehemencia revindica su apostolado, que emana del mismo Señor (2Cor 10,8). Como testimonio de entrega absoluta a la misión confiada relata la serie de tribulaciones que ha experimentado a causa del ministerio. Y es después de todo este discurso cuando Pablo hace expresa mención a gloriarse en sus debilidades, “pues cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2Cor 12,10b).

Mi primera reflexión me lleva a asumir la propia debilidad, física, en primer lugar, aunque sea a regañadientes (los años no pasan en balde), pero también, sobre todo, como creyente. Si el testimonio de Pablo condensa su franca convicción de que “la fuerza se realiza en la debilidad” (2Cor 9a), ¿cómo no reconocer tantos “naufragios”, decepciones y errores en el rumbo durante la singladura que me conduce hacia los brazos del Padre?

Pablo alude a “una espina en la carne, un emisario de Satanás que me abofetea” (2Cor 12,7). Yo refiero la miseria humana que, en demasiadas ocasiones, se impone a los altos ideales y sublimes propósitos.

Esta es mi permanente “debilidad”.

Constatada esta condición, la afirmación de Pablo me induce a considerar la fuerza con la que el Espíritu anida en nosotros. Sin ella, sería del todo imposible que yo estuviera garabateando estas líneas. La misma fuerza me otorga la confianza de sentirme acogido en buenas manos.

Por ello la sentencia de Pablo supera los delimitados matices del concepto paradoja hasta consolidarse en una acreditada realidad. 

Ciertamente, como con reiteración cantan los salmos, el Señor es mi fuerza, mi luz y mi salvación.

Me reconforta la toma de conciencia  y la convicción profunda de que en el corazón del Padre se diluyen todas nuestras infidelidades y que el reconocimiento de nuestra debilidad e impotencia nos acerca a Aquel que es la roca y salvación.



Salvador Egea Solórzano