domingo, 20 de abril de 2014

EN LA NOCHE DE PASCUA

Era como adentrarse en el sepulcro vacío: oscuridad, noche, soledad…
Así iba buscando la experiencia, la cercanía, la tangibilidad de Dios. ¡Qué equivocado estaba! ¡Que desorientado! ¡Cómo se perdían mis pasos!
A veces corría como un joven persiguiendo la ilusión, la esperanza. Otras, cargado con el fardo de tantas “negaciones”, mis pasos eran lentos; mas siempre, siempre, allí descubría sólo los lienzos, bien dispuestos, sí, pero a El no lo encontraba…
¿Cómo iba a descubrirlo si es El quien sale a mi encuentro?
Cuanto más me afanaba, cuanto más confiaba en mis debilitadas fuerzas, más percibía que alejaba el momento del abrazo, más advertía que desviaba mi errante y errado deambular.
Tenía que amar como María la Magdalena y la otra María, tenía que fiarme absolutamente, tenía que entregarme sin reservas, tenía que realizar el itinerario desde Galilea a Jerusalén junto a El (no es cuestión de espacio y tiempo, es cuestión de amor), para, llegado el momento, escuchar dentro de mi: “Alégrate”.
Entonces, sí, apagadas todas las luces exteriores, sordo mi corazón a todo ruido extraño, pude abrazar los pies.
Y ya no tuve miedo. Volveré a Galilea y allí nuevamente lo encontraré junto a mis hermanos. ¡Ha resucitado!


Salvador Egea Solórzano