sábado, 7 de abril de 2012

CAMINO DE EMAÚS

          Me atrae la perícopa de los discípulos camino de Emaús (Lc 24, 13-35). En muy pocas líneas Lucas sintetiza el núcleo del mensaje cristiano: Jesús de Nazaret, muerto y resucitado, culmina todo lo referido a su persona en las Escrituras desde Moisés a los profetas.
      Más allá del hecho histórico subyacente, la narración de Lucas dispensa variados puntos de reflexión.
      El  texto  comienza  aludiendo  al  distanciamiento de los dos discípulos respecto al resto que permanece aún en Jerusalén, “iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unos sesenta estadios “(v. 13). No se dirigen a Galilea, lugar de encuentro geográfico o más bien teológico, según la indicación del Maestro (Mc 14, 28) y del “joven de la túnica blanca” (Mc 16, 7). Vuelven al “pasado”, tal vez jornaleros en los campos próximos a la capital (Mc 16, 12). Esta vuelta a la etapa anterior al seguimiento de Jesús los sumerge en la perplejidad y tristeza. No han gozado  la experiencia de la Resurrección. Sus ojos están “ciegos” para reconocer al Caminante que se les acerca.
  Al lector no iniciado y predispuesto a la lectura  del relato como crónica periodística le surge ineludiblemente la pregunta: ¿Cómo es posible que no reconocieran inmediatamente a Aquel con quien habían convivido y del que en la conversación mantenida durante el camino habían dado tantos detalles y en quien tenían depositadas tantas esperanzas?
    La  escena  tiene un  trasfondo  que,  desde  nuestra condición creyente, hace que redirijamos la pregunta hacia nosotros mismos.
    Es  cierto  que  tal  vez  Lucas tuviera  presente en el momento de la redacción las dificultades que ya algunas comunidades cristianas pudieran estar experimentando para descubrir al Jesús mensajero de la Buena Noticia en medio tan hostil como el del Imperio Romano y, de esta forma, infundir la esperanza de que el Resucitado sale siempre al encuentro en el camino.
     Pero  no  es  menos  cierto  que  el  relato  tiene  una dimensión atemporal y que pretende también hoy cuestionarnos sobre nuestra capacidad de reconocer al Maestro en un encuentro que transforme radicalmente nuestra vida.
  Interpretada  la secuencia desde una perspectiva eclesiológica el distanciamiento y vuelta al pasado inducen a la reflexión de que sólo en el seno de la comunidad seremos hoy capaces de vivir la experiencia de la Pascua, descubrir a Jesús resucitado y configurar nuestras cotidianas actitudes en coherencia con el marco derivado del encuentro personal. Define así la dimensión sacramental de la Iglesia.
    Un dato significativo en la narración es el protagonismo que Jesús adquiere al final del relato como si suplantara la función propia de los anfitriones.
     Es  Jesús  quien  “sentado  a  la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando” (v. 30).
    La “fracción del pan” es el momento del reconocimiento. No puedo por menos que recordar y citar la clásica expresión del teólogo Henri de Lubac que vincula e interrelaciona tan lúcidamente Iglesia y Eucaristía: “La Eucaristía hace la Iglesia. La Iglesia hace la Eucaristía”. Tal aserto viene a subrayar y confirmar que si el reconocimiento y encuentro con Jesús lo realizamos en la “fracción del pan” es en la comunidad donde nuestra fe nace, se fortalece y es capaz de expandirse misionera y evangelizadora.
   Por otra parte y después de lo expresado en las líneas anteriores es ineludible concluir que sin Eucaristía  la fe se debilita raquítica, el “encuentro” se desvanece y el vínculo con la Iglesia se diluye hacia un infecundo formalismo.
    En el camino de retorno a Jerusalén ¡Feliz encuentro!, ¡Feliz Pascua de Resurrección!

San Fernando, 7 de abril de 2012


Salvador Egea Solórzano