domingo, 29 de septiembre de 2013

"OLOR A OVEJAS"

"En torno a la ordenación presbiteral de mi hijo Paco"

A los que efusivamente le felicitaban, sobre todo jóvenes, a quienes mi hijo Paco acompaña en el proceso de maduración de la fe y que con insistencia se dirigían a él: “Paco, hoy es tu día”, mi hijo les remitía al único protagonista: el Padre que regala la gracia de la vocación.
El pasado 28 de septiembre en Sevilla, Parroquia “Sagrados Corazones”, mi hijo recibió la ordenación presbiteral, mediante la imposición de manos, de don Santiago Gómez Sierra, obispo auxiliar de la archidiócesis hispalense.
Aun con la salvedad con que he iniciado estas líneas, me atrevo a declarar que, si  ha habido un instante en el que, como padre, me he sentido, en cierto modo protagonista, durante la ordenación presbiteral de mi hijo ha sido en la presentación de la patena y el cáliz. Y ello no porque en la ritual procesión hacia el altar pudiera concentrar la atención de los participantes en la celebración, sino por el significado que el gesto litúrgico adquiría en aquel momento para mí.
Ofrecer la patena y el cáliz es poner en manos del neopresbítero los objetos sagrados en los que se hacen presentes el Cuerpo y Sangre del Señor.
Dos reflexiones afloraron a mi mente en tan breve recorrido.
Mi hijo Paco, por primera vez, evocaría sobre el Pan y el Vino el memorial de la Cena del Señor: “Este es mi Cuerpo (…), esta es mi Sangre…”, pero ello implica el compromiso firme de servicio a los hermanos: “Tomad aquello que sois, Cuerpo de Cristo; sed aquello que tomáis, Cuerpo de Cristo (San Agustín).
¡Qué enorme responsabilidad! Por eso he rezado mucho, he rogado al Padre que otorgue fortaleza a mi hijo para que no le defraude nunca, como tampoco a aquellos a quienes, como presbítero, ha de atender y servir.
“Sed aquello que tomáis” es despojarse de uno mismo, a imitación de Aquel que tomó la condición de esclavo (Filp 2, 6-7) y hacerse uno, con quienes está llamado a ser servidor. En palabras del Papa Francisco, tan reiteradamente comentadas, “ir a las periferias existenciales”.
“Sed aquello que tomáis” es revelarse tan diáfano y transparente que cuando enfocamos la mirada hacia el presbítero hallamos la imagen de Cristo.
“Sed aquello que tomáis” es asumir plenamente el testimonio de Pablo: “Vosotros sois el Cuerpo de Cristo” (1Cor 12, 27) y, por consiguiente, descubrir en cada hermano el Cristo de la fe: “lo que hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40).
“Sed aquello que tomáis” es adentrarse como pastor en medio del rebaño, acogiendo con pasión afectuosa cada una de las ovejas del redil. “Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15-19) es la cita elegida en la invitación a la ordenación sacerdotal, perteneciente al evangelio leído durante la celebración. “Olor a ovejas”, reclama el Papa Francisco de todos los pastores y ha recordado mi hijo en las palabras de agradecimiento al finalizar la Eucaristía.
Fortaleza, servicio, transparencia, coherencia, actitud que evite la distorsión entre la Palabra proclamada,  Cuerpo y Sangre en la Eucaristía, y la Palabra vivida.
La segunda reflexión expresa, de algún modo, los sentimientos que me embargaban en aquellos momentos.
La única ofrenda es el Hijo que el Padre ha entregado por nuestra salvación.
Pero en lo más profundo de mi desgastado corazón yo tenía la sensación paternal de que lo que presentaba, aquello de lo que me desprendía, alegóricamente, como Abrahán (Gen 22, 1-19) y ponía en las manos del Padre era mi propio hijo Paco.
No quiero ser presuntuoso al evocar la figura del Padre de los creyentes. La fe de Abrahán es un estímulo y una meta de la que me considero muy alejado.
Sin embargo durante aquellos pasos que me acercaban al altar tuve ocasión de rememorar, como  un destello instantáneo, todas las experiencias vividas, años y años: infancia, adolescencia, juventud, madurez, de una relación única y entrañable paternofilial.
Y yo deducía, invocando mis propias vivencias, cómo el Señor va guiando nuestros pasos, abriendo caminos, cuando, a veces, nos perdemos en la oscuridad y parece que ha desaparecido el horizonte.
Sé que la consagración sacerdotal y absoluta entrega al ministerio nunca cercenan disponibilidades y afectos enraizados en el ámbito familiar, aunque siempre podamos sentir la lejanía física; al contrario, ensanchan el corazón, multiplican la ternura y el cariño, de modo que en el reparto, todos saciados, llegamos a recoger “doce cestos llenos de sobras” (Mt 14, 20).
Doy gracias a Dios en mi nombre, en el de mi mujer y resto de la familia porque el Señor ha dirigido su mirada y sorprendente y gratuitamente ha posado sus ojos sobre mi hijo. ¡Que, en todo momento, el mismo Espíritu del Señor que vino sobre David (1Sam 16, 13) esté sobre mi hijo Paco desde “aquel día en adelante”!

Salvador Egea Solórzano