domingo, 8 de junio de 2014

SOBRAN LOS AÑOS, FALTAN LOS DÍAS


Es un destello que irrumpe súbito,  inesperado. Un martilleo rítmico cuyo eco se adhiere sólidamente  a mis oídos y no permite que la atención se disperse en el abanico de actividades rutinarias cotidianas.
Surge imprevisible, recorre raudo todas las arterias e invade las entrañas hasta lo más recóndito del corazón.
Aflora virgen y persistente, como manantial cristalino de aguas subterráneas o, tal vez, es el magma incandescente, secuela de la erupción volcánica.
No consigo orillarlo desde que esta mañana asaltó prematuramente mi fortaleza.
“Sobran los años, faltan los días”.
En algún momento el Maestro habla de nacer de muevo y Nicodemo que, a su edad, tiene la sapiencia del anciano, carece de respuesta a la pregunta: “¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo?” (Jn 3, 4).
¡Ah,  paradoja!
Si tengo la mente lúcida, la actitud firme, el corazón abierto, cada amanecer es un nuevo nacimiento; un renacer que, tras la muerte del sueño, me reconcilia conmigo mismo y me aventura un horizonte definido.
¿No es despertar y, por tanto, renacer, abrir los ojos, rememorar sin nostalgia el pasado, reconocer errores y avanzar largos o pequeños pasos hacia el mañana?
"Sobran los años". Como recién nacido no tengo historia, a no ser las huellas (aciertos, desaciertos, victorias, derrotas, éxitos, fracasos), cicatrices impresas en el genoma que el tiempo ha ido precisando.
Mi pasado es mi presente, porque, de alguna manera, siempre está conmigo.
Y..., "faltan los días". Días y días proyectados al futuro sin fin.
¡Qué vivificante es la esperanza! Reconforta y fortalece la lectura de Pablo (1Cor 15, 1-10). Cristo es el fundamento de nuestra certidumbre: "Ha resucitado de entre los muertos". He ahí la fuente que sacia el ansia, la sed de infinitud. 
Ahora sí, los proyectos más auténticos y profundos nunca prescriben.
Mientras, los días van haciéndose más efímeros y fugaces hasta fundirse en la absoluta eternidad.

Salvador Egea Solórzano

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